Dice el saber popular que más difícil incluso que conquistar el éxito resulta conseguir mantenerse en él. Y puede que no le falta razón a dicho axioma, más todavía si lo circunscribimos a una época actual en la que las novedades musicales se miden por auténticas avalanchas y prácticamente todas ellas comparten la aspiración de encaramarse a lo más alto de la cima en el menor tiempo posible. No es el ámbito relacionado con los sonidos americanos una excepción a esa constante batalla por convertirse, sea hombre o mujer, con sombrero vaquero o sin él, en el nuevo rostro llamado a ser adorado por el público, una catalogación igualmente ansiada por las diversas publicaciones ávidas de llenar su botín de descubrimientos, por muy fugaces que estos puedan llegar a ser. Por eso que Chris Stapleton parezca -merecidamente- intocable en su privilegiado status es un auténtico logro, más teniendo en cuenta su capacidad para desarrollar dicha condición en entornos variados e incluso antagónicos:, ya sea entonando el himno estadounidense en un evento deportivo de máxima audiencia; recogiendo todo tipo de galardones; obsequiando composiciones a otras voces para su reconocimiento y, quizás la más importante, haciendo de su carrera en solitario un referente ineludible para aquellos oídos especialmente versados en esta clase de ritmos.
Lejos de intentar ejercicios abracadabrantes que persigan realzar la atención de un público en demasiadas ocasiones tendente a desprenderse de aquello ya conocido, su nuevo trabajo transmite la convicción de saber cuál es el camino para el que está llamado, lo que deriva en mantener prácticamente inmutables sus factores característicos, incluyendo delegar la producción otra vez más en ese auténtico Rey Midas en el que se ha convertido Dave Cobb, al que en esta ocasión le secunda Morgane Stapleton, mujer del autor que no sólo se encarga de ciertos instrumentos sino que ejerce como coro -a veces casi inaudible- que aporta a la interpretación un eco más dulce. Piezas que siguen completando un puzzle que ofrece la imagen de un majestuoso compositor, de rasgada y robusta voz, que con aparente sencillez pone en liza una ecuación que convierte al rock sureño, un género que inevitablemente extiende una mano por el acervo country mientras con la otra acaricia la tersura del soul, en un lenguaje apto para rebuscar entre la experiencia cotidiana y tejer todo un caleidoscópico muestrario de incógnitas existenciales.
Dado el perfil artístico que define a Chris Stapleton, avalado por unas indudables excelencias técnicas, a la hora de afrontar con lírico intimismo la descripción de ese hábitat particular que reside en el latido más profundo de Estados Unidos, no debemos pasar por alto una portada que muestra su figura envuelta en tonos crepusculares. Una instantánea que es el reflejo de un cancionero que se desarrolla con verbo afligido aunque con vocación redentora. Un paisaje en el que se celebra, y al que asistimos por medio de una siempre encomiable banda sonora, la eterna disputa entre sus fantasmas y la necesidad de sobreponerse a ellos, fuerzas en constante fricción para generar lo que posiblemente sea el propio motor de su naturaleza, al igual que lo es en la música de este brillante autor, en la que de nuevo se dan cita en su repertorio las escenas campestres de evocación romántica con aquellas que irradian electricidad a través de su lamento.
Si "White Horse" hizo las veces de carta de presentación del disco, paradójicamente no es uno de los temas que capture con mayor fidelidad su clima global. Más allá de que el álbum se asienta sobre texturas menos contundentes, la excesiva épica de una canción sobre la que se vierte un torrente de instrumentación llega a desvirtuar algo ese sonido áspero sureño que por ejemplo si encontraremos en todo su esplendor, e intensidad, en una "South Dakota"que traslada a la perfección un territorio desértico y agreste que incluso en su clímax se expande por un espacio habitado por las huestes del grunge, haciendo que su portentosa garganta llegue a mimetizarse con la del más inspirado Chris Cornell. Momentos que demuestran que su rugosidad puede sobrecoger pero que en este actual trabajo, incluso cuando se acerca al blues, como en el tema "Loving You on My Mind", lo hace adoptando un escenario más cosmopolita y fino, sirviéndose de ademanes conceptuales afines a Robert Cray antes que a cualquier rudo intérprete.
Pese a la importancia que ostenta la punzada soul en el bagaje de Stapleton, su relevancia se significaba como consecuencia de diluirse en un contexto mayoritariamente roquero al que pigmentaba con ritmos negros. Un rol modificado en un disco en el que se convierte en auténtico protagonista, y no nos referimos a su representación cuantitativa sino respecto a la trascendencia a la hora de asignar una identidad al conjunto. Y si se trata de emerger como referencia en su expresión más pura, canciones como "It Takes a Woman" despliegan toda su grandiosidad tendiendo puentes con maestros de la talla de Al Green o Solomon Burke, al igual que lo consigue "Think I'm in Love with You" a través de un engranaje más tensionado a base de lineas melódicas que reviven a Tina Turner. Un tipo de sonidos que entablarán una sobrecogedora convivencia con aquellos más campestres, obsequiándonos con un elegante "What Am I Gonna Do", acongojante en su aspecto musical -aliado de Dan Penn- como en una lírica impregnada de vahos etílicos, o un "Trust" que se deja guiar por John Prine para verbalizar su condición de cobijo sentimental frente al sórdido contexto. Un combate entre ángel y demonio que se escenifica en la sucesión de piezas como la desnuda "Mountains of My Mind", donde recoge esa inevitable vocación de espíritu errante que choca frontalmente con el romanticismo crepuscular de "Weight of Your World", en el que clama a favor de una empatía que se desvanece otra vez entre el ruido de los vidrios entonada a través del empuje “springsteeniano” de "The Bottom".
No hay nada que le falte a este “Higher” para ser un disco perfecto, probablemente sí le sobre alguna cosa, como esa sensación de buscar en ocasiones el éxtasis emocional de una forma quizás demasiado grandilocuente, cuando Stapleton ha demostrado que si bien se desenvuelve con maestría rasgando su camisa también es un perfecto prestidigitador manejando los silencios, haciendo que su imponente voz retumbe en el espacio vacío. Detalles, achacables sólo a quien es capaz de exhibir la mayor excelencia, que no difuminan un trabajo que sigue señalando a Stapleton como uno de los grandes talentos que el sonido americano guarda entre sus estantes. Capaz de entablar una conversación de igual a igual con el oyente, esa cercanía sublima todavía más un registro musical que sigue rastreando con talento esa -a todas luces- eterna pelea que el ser humano dirime entre la necesidad de encontrar, y ofrecer, la calidez de un corazón cercano y la pulsión de sucumbir al peligroso encanto del abismo.
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