Reafirmando su obesión con la numerología – el disco iba a publicarse el 30 de agosto, pero se nos ha adelantado al día 8, al ocho del ocho, vaya, en plena canícula, jugando al despiste con un poco de alevosía y un mucho de nocturnidad, como antes lo hicieran Madonna o Beyoncé –, Justin Vernon cierra un supuesto ciclo de cuatro álbumes conjugando algunas de las claves que hicieron de él uno de los nombres inevitables para entender la reformulación del indie folk de la última década. De hecho, este álbum parece una síntesis de los dos anteriores, con alguna pizquita aún del primero. Todo muy bien combinado.
Es su disco de otoño, ya que los tres anteriores también se correspondían con tres estaciones del año (invierno, primavera y verano, respectivamente), y en él vuelve a quedar claro que no importa tanto el fin como el placer del trayecto, el desterramiento de la canción como un fin en sí mismo, haciendo de su argumentario un fértil campo de pruebas, logrando que el ensayo se convierta en método. Una metodología muchas veces fascinante, que retiene gran parte de esa magia, esa combinación entre ensoñación y melancolía que se convirtió en marca de la casa y sedujo a miles de oyentes en todo el mundo. Aunque en esta ocasión, hay que decirlo, todo parezca un poco más previsible. Da la sensación de que el de Wisconsin se está empezando a cansar de ponérselo tan difícil al fan, como si hubiera acabado por redondear su particular círculo – quién sabe lo que nos espere a partir de aquí – estandarizando en parte su sonido, sobre todo en el segundo tramo del disco, casi hasta acercándose un poco a algunos de sus discípulos más aventajados (Novo Amor, Matt Kivel). En su derecho está, desde luego. Pocas veces ha sonado más comercial que en “Naeem”, por ejemplo.
Sigue muy presente el lirismo de amplia frecuencia, la sensibilidad para el quiebro melódico que desarma, los bleeps, los clicks y los cuts y cierta disonancia electrónica que emborrona a conciencia su propia escritura, y hasta la recuperación de una desnudez que parecía absolutamente extraviada (muy presente en el cierre, “RABi”), incluso el rescate las sombras del soft rock radioformulable de los ochenta – Bruce Hornsby de nuevo en “U (Man Like)”, el saxo prominente de “Sh'Diah” – de una forma aún más desenvuelta. En cualquier caso, el promedio de composiciones más que seductoras, de las que aún cosquillean la curiosidad e invitan a darle repetidamente al play, es notable: “We”, “Hey, Ma”,“Salem” o “Marion” siguen invitando a pensar que cuando dentro de muchos años alguien quiera recordar a qué sonaban los dos mil diez, haya que rescatar también a Bon Iver junto a Anhoni, Kanye West, Frank Ocean, Kate Tempest, James Blake, Beyoncé, FKA twigs, Kendrick Lamar y unos cuantos más, talentos elegidos para reflejar un tiempo fragmentado, híbrido e imperfecto, en el que casi nada es lo que parece a simple vista.
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