El debut de Joan Miquel Oliver en solitario “Surfistes en càmera lenta” (Blau, 06) fue un divertimiento, el recreo de un músico con tiempo y ganas de poner a prueba sus límites más allá de los que imponía un grupo, Antònia Font, de repente convertido en uno de los referentes de la música pop en catalán.
El debut de Joan Miquel Oliver en solitario “Surfistes en càmera lenta” (Blau, 06) fue un divertimiento, el recreo de un músico con tiempo y ganas de poner a prueba sus límites más allá de los que imponía un grupo, Antònia Font, de repente convertido en uno de los referentes de la música pop en catalán. Con su grupo tomándose un respiro tras una agotadora gira con la que también se puede dar por cerrado un ciclo vital para los mallorquines, el guitarrista y letrista retoma su proyecto personal y lo hace con un “Bombón mallorquín” que, ya desde los primeros compases de “Lego”, resulta un trabajo mucho más consciente y personal. Nacido a mediados de los setenta, Oliver ofrece su personal retrato generacional, una visión tan ligada a las pequeñas y grandes cosas de esta isla que quizás muchos de los que no la hayan vivido nunca llegarán a comprender la carga de nostalgia de esa foto de portada (en la que aparece su padre, que repite junto a su madre el día de su boda en la contraportada) o del helado que da nombre al disco. Esa nostalgia es algo nuevo, porque aquí Oliver ya no es tanto un niño-hombre como un hombre echando de menos el niño que fue. También es nueva la complejidad de un álbum lleno de pequeñas genialidades en los arreglos, más minuciosos, que no evitan que canciones como “Final feliç” o “Ryanair” arrebaten con su aparente simplicidad pop. “Bombón mallorquín” es uno de esos discos que se cierran sobre sí mismos, un círculo perfecto, de aquellos en los que entras o no. Oliver ha doblado la apuesta y entregado su trabajo más arriesgado e íntimo. Y ahí reside su grandeza. Mel d’abella.
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