Tras sellar un nuevo pacto de azufre en el cruce de caminos donde todo empieza y termina, recuperando su mejor voz en años y recorriendo por partida doble, con melancolía crooner, grabaciones de su admirado Sinatra, primero en “Shadows In The Night” (15) y luego “Fallen Angels” (17), siguió nadando mar adentro y nos mostró el océano de tesoros del cancionero americano en “Triplicate” (18), primer disco triple de su carrera. Ahora, con setenta y nueve primaveras recién cumplidas y ocho años después de su último trabajo de composiciones propias, el sobresaliente “Tempest” (12), Bob Dylan, una de las figuras más importantes e influyentes de la cultura popular, vuelve a darle alas a sus raíces y firma otra de sus cimas, “Rough And Rowdy Ways”, título que homenajea a Jimmie Rodgers (nombre clave del country fundacional norteamericano) y su canción “My Rough And Rowdy Ways”.
Diez pistas que, siendo un canto a la vida, son un dialogar sin pausa con la muerte, arrebatándole los mandos y recorriendo la esencia áspera y ruidosa del caos de nuestros días. Un testamento velado en el que surcamos el pasado, presente y futuro de la identidad americana, rumbo, con tibias y calaveras ondeando en el cielo, hacia tierras prometidas y misteriosos paraísos.
“Rough And Rowdy Ways” (álbum número treinta y nueve de estudio), es arte mayúsculo y sincero a cada surco, irónico y doliente, profético y cercano a partes iguales. Música como antídoto en tiempos de pandemia, flores que brotan en tierra baldía tras el desbordamiento de un río de sangre. El adelanto en forma de misteriosa elegía poética con resplandores autobiográficos entre líneas, “Murder Most Foul”, ya paró el mundo durante diecisiete minutos, con Dylan trepando en cada fraseo por una enredadera que crece de su propia boca. Estrofas encadenadas por las que más de un Nobel de Literatura, revendería su alma mil veces. Versos que zigzaguean en una tragedia shakespeariana continua, sembrada y recogida por el ser humano durante el siglo XX y espejo del XXI... Un carnaval de ritmo hipnótico, repetitivo y preciosista, con un teclado y un violín que hace latir la historia oscura de Estados Unidos, mientras un desfile infinito de canciones citadas y héroes eternos (más de setenta), nos bañan como una cascada morfínica, con el asesinato de John F. Kennedy como herida abierta y amanecer rojizo imposible de cicatrizar del todo. Identidad perdida de un país que Dylan insta a recuperar en esta monumental oda del Yo y del Nosotros presente, llamando a la alerta y a ponernos a salvo de la tormenta de infamia y sangre que retorna en un país que, con el sueño americano de progreso social flotando boca abajo, mastica de nuevo (con el alma podrida y los dientes de Trump), los vómitos racistas del supremacismo blanco y las pesadillas fantasmagóricas de guerras civiles pasadas. “El asesinato más inmundo” como single anticomercial y reflejo del declive de Occidente, ocupa el disco dos al completo y, de manera instantánea, se corona como masterpiece imprescindible.
No estamos ante un trabajo fácil, pero solo es necesaria una primera escucha (saboreando cada letra), para que un escalofrío imparable nos recorra el cuerpo, como un milagroso y definitivo rayo caído del cielo: “Rough And Rowdy Ways” se encuentra en el Olimpo de esas pocas obras maestras de la música que, aparte de su riqueza sonora y literaria, desprenden un sobrecogedor sentimiento y trascendentalidad extra, ese que años atrás despertaron, por ejemplo, el “hasta luego” de Leonard Cohen, “You Want It Darker” (16) y “Blackstar” (16) de David Bowie. Despedidas simuladas de quienes no pueden dejar de ser, porque son eternos. “Hoy, mañana y ayer también, / las flores están muriendo como todas las cosas”. Así nos llega, como una brisa desnuda, al son de un sobrio steel-guitar y una delicada arpa, el recitar de “I Contain Multitudes”. Dylan rezumando serenidad y paz a fuego lento, entre pinceladas impresionistas y personales, homenajeando, explícita e implícitamente, a referentes culturales y compañeros de viaje: de Allan Poe, a los Stones, pasando por Ana Frank, Indiana Jones y William Blake; de Beethoven, a Chopin o Bowie, sin olvidar a Walt Whitman y su poema “Song Of Myself”, del que Dylan toma un verso como título para la canción. Un canto sobre si mismo en el que Robert Zimmerman, casi octogenario, pero eternamente joven, parece susurrar y recapitular sus propias canciones de inocencia y experiencia, pisando, poco a poco, sus testamentarias y sempiternas “Hojas de hierba” particulares. “Voy camino adónde todas las cosas perdidas se arreglan de nuevo.../Canté todas las canciones de la experiencia, como William Blake/y no tengo que pedir disculpas por ello”.
En “False prophet”, la socrática partida minada de enigmas continúa, con Dylan sudando el espíritu de Sun Records y dando un puñetazo eléctrico sobre el tablero, haciendo que hasta la parca se contonee en cada áspero y ruidoso fraseo de rhythm and blues: “Soy el enemigo de la vida sin sentido, no vivida/No soy un falso profeta/Solo sé lo que sé/Voy donde solo los solitarios pueden ir”. Rugosidad afilada, rebosante de ironía y deudora del “If Lovin' Is Believing” (1954) de Billy ‘The Kid’ Emerson, músico al que Dylan rinde claro tributo en esta pieza.
La electricidad y el blues se extienden en otro dos temas de lote: la relampagueante “Goodbye Jimmy Reed”, agradeciéndole al bluesman de Mississippi (con aullido de armónica incluido) que le diera la música como religión; y en el viaje pantanoso de “Crossing The Rubicon”, cruzando el río que separaba las provincias romanas de la Galia y, esta vez, algo más, quizás el cielo y la tierra... Haciendo suyo el eco de las palabras de Julio César, tras cometer la ilegalidad y riesgo de cruzar el río: “La suerte está echada”.
El nudo en el estómago no se nos deshace. Dylan sigue calándonos con su poesía épica, despidiéndose entre líneas tras consumir su tiempo, dejándolo todo bien atado: “Puedo sentir los huesos debajo de mi piel/y están temblando de ira/ (...) /Empeñé mi reloj, pagué mis deudas/y crucé el Rubicón/ (...) /Tres millas al norte del purgatorio/a un paso del más allá/recé a la cruz, besé a las chicas/y crucé el Rubicón”. Con reloj o sin él, Dylan es una deidad terrenal y, tijeras en mano, hay tiempo para jugar a ser Dr. Frankenstein con patrón de rockabilly, martilleante y ralentizado, en “My Own Version Of You”. Serpentea a sus anchas en el ocaso necesitado de una luna, en el futuro vacío que dejará el sol: “Traeré a alguien a la vida, equilibraré la balanza”. Redención antes de partir o, si este penúltimo experimento sale bien, una nueva tirada de dados: “Seré salvado por la criatura que cree/obtendré sangre de un cactus, pólvora del hielo”.
La serenidad se recupera y el songwriter más universal nos mece en el vaivén de las soleadas olas de “I’ve Made Up My Mind To Give Myself To You”. Canción de amor en la que el Nobel de Literatura completa una de las declaraciones más reales y sinceras jamás escritas. “No creo que pueda soportar vivir mi vida solo/ (...) /he decidido darme a ti”. Un darse a la persona amada sin pedir nada a cambio, comprender el amor y sentir que es la luz y el aire más necesario, carnal y divino al mismo tiempo, lo único verdaderamente importante. Pocas canciones te borraran el estrés como esta, paz en vena para el cuerpo y el alma.
La carretera no termina y llega “Black Rider”, una especie de nana acústica que, entre rasgueos mágicos de arpa, parece difuminar la línea que separa el mundo de los sueños, de la realidad… Autoestopista que sigue esperando en la oscuridad del camino una señal y la encuentra en “Mother Of Muses”, pasando lista en el transitar de la experiencia y pidiendo que Calíope y otras musas (aquellas que ayudaron a surcar su destino a figuras como Elvis o Luther King), le echen una mano en esta recta final: “Madre de las musas, desata tu ira/Cosas que no puedo ver, están bloqueando mi camino/muéstrame tu sabiduría, dime mi destino/ponme de pie, hazme caminar derecho/ forjar mi identidad de adentro hacia afuera…/tú sabes de qué estoy hablando”. Ojalá que Calíope haga oídos sordos y, como esperamos, sea una broma, un truco maestro más del cantautor de Duluth, pero cuesta no estremecerse ante súplicas tan trascendentales: “Llévame al río, suelta tus encantos/déjame caer un rato en tus dulces y amorosos brazos/despiértame, sacúdeme, libérame del pecado/hazme invisible, como el viento…/Tengo una mente que divaga, tengo una mente que deambula/estoy viajando ligero y estoy tardando en llegar a casa…”. Pero no, no volveremos a casa. Seguiremos la Ruta 1, esa que nos conduce a la inmortalidad de “Key West (Philosopher Pirate)”, un paraíso sonoro que está justo en la línea del horizonte y que nos dará una vida extra a cada escucha. “Key West is the place to be/If you're looking for immortality/Stay on the road, follow the highway sign/Key West is fine and fair/If you lost your mind, you will find it there/Key West is on the horizon line…”.
El poema que todo poeta quisiera crear, la canción que todo músico querría cantar por primera vez. Guarda el rescoldo de clásicos crepusculares como “Desolation Row” o “Visions Of Johanna” y, al igual que en esas piezas atemporales y eternas, Dylan va dejando, como si fuera una estrella fugaz a cámara lenta, un rastro cegador y sanador en cada fraseo. Llegó el verano y tras sintonizar “pirate radio station”, extenderemos la toalla y nos quedaremos en Cayo Hueso, la eternidad y un día, hasta próximo aviso.
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