No se puede decir que no estuviéramos avisados. Primero con Hype Williams, junto a Inga Copeland, y luego ya en solitario, estrenándose con “The Redeemer”, Dean Blunt había dado cuenta de su singularidad. Pero este álbum va un paso más allá, o dos, en un constante ir y venir de géneros, aunque sin que la sensación sea la de un collage, sino la de un puzzle. Es curioso, porque “Black Metal” parece sugerir desde su propia estructura una escucha lineal, con “Forever” y “X” como piezas centrales, pero también ofrece lecturas igualmente válidas en modo aleatorio. En este sentido, el disco parece disponerse como una rayuela, guardando un equilibrio imperfecto, mientras la voz de Blunt ejerce como hilo conductor y en el fondo se dibuja una escena que alterna belleza cristalina y violencia contenida.
La primera parte de este trabajo avanza con placidez casi absoluta, con Blunt convertido en crooner (su voz, sin perder la frialdad, se muestra más expresiva) y unas canciones vestidas de pop barroco, como en el caso de “Lush”, con una amabilidad que en líneas generales se mantiene en los siguientes minutos, aunque enrareciéndose poco a poco, principalmente en “50 Cent” y la hipnótica “Heavy”. Después, “Molly & Aquafina” resulta un bálsamo de folk, un espejo de agua sobre el que planea la voz de Joanna Robertson, una de sus colaboradas habituales. Hay algo de inconexo en todo este recorrido, con viñetas y suites que buscan su propio espacio más allá del disco, sensación que se acentuará más tarde, pero esa misma compartimentación añade un efecto multiplicador a las casillas, de forma parecida a lo que ocurre en la música de Flying Lotus. Dean Blunt va por libre, sampleando a The Pastels en “100”, rebuscando en la new wave y recreando atmósferas que remiten a Bark Psychosis o Disco Inferno.
Si diésemos por buena esa estructura clásica de la que hablábamos arriba, que ya es mucho decir, el nudo de “Black Metal” estaría en los trece minutos de “Forever”, una pieza narcotizada de principio a fin, desplegando un manto electrónico que se vuelve cada vez más turbio y metálico, de la mano de un saxo que volverá en el tramo final del álbum de forma recurrente. A continuación, “X” funciona como su reverso, con maneras más directas y resolutivas, hasta culminar con un desafiante spoken word que nos sitúa ante el supuesto desenlace, donde algunos de los hallazgos anteriores se difuminan justo cuando el trazo es más nítido: el dub cadencioso de “Punk”, el ruido de “Country”, algún apunte de hip hop, más instrumentación jazz y la ensoñadora “Grade”, echando el telón a una puesta en escena melancólica y viciada; quizá el mayor reparo que se pueda hacer es la falta de una dirección clara, dejándonos con la duda de si estamos ante un viaje sólo de ida o si en billete también está la vuelta.
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