Crecer con cierta lucidez conduce, inevitablemente, al desencanto. Que en casi todas partes cuezan habas no es consuelo suficiente para una juventud local maltratada por la precariedad y un horizonte cada vez más estrecho, mientras a su alrededor se perpetúan el chanchullo y la patraña. No es de extrañar que la banda afincada en Madrid, cuya mirada ha sido siempre crítica con lo que le rodea –de acuerdo con la tradición escéptica y contestataria del punk–, haya acabado proclamando que Bremen, la ciudad alemana a la que se dirigían los cuatro animalillos condenados por sus dueños en el famoso y breve cuento de los hermanos Grimm, no existe. Porque es cierto, Biznaga vivían una aventura desenmascarando a unos ladrones y recuperando la autostima, pero nunca llegaban a su destino. ¿No es triste? Metáfora inteligente e irresistible.
Después de despacharse con las abundantes miserias de la era digital en el celebrado “Gran Pantalla” (Slovenly, 20), que apenas pudieron girar por la pandemia, el cuarteto amplía el foco. Vuelve con las pilas cargadas y un cuarto álbum cuyas melodías, más luminosas que nunca, no esconden la amargura de quienes han entendido que los Trotamúsicos de la portada no tienen nada que esperar (un guiño estupendo). Estamos, en definitiva, ante el final de la inocencia. “Música para otra generación perdida”, reza el subtítulo (y verso de una letra), añadiendo connotaciones literarias. Jorge se supera con textos primorosamente construidos repletos de referencias: de Conrad, el gran escritor polaco que escribió en inglés, al maldito Céline y Foucault, el pasadísimo gurú del posmodernismo. Álvaro de nuevo se emplea a fondo con su voz airada, mientras Pablo y Milky ponen lo suyo en su disco más concienzudamente producido y sofisticado y menos frenético: la magnífica y tensa “La escuela nocturna” es el perfecto ejemplo.
En los textos también se pueden hallar guiños a la historia musical local (Ilegales, Surfin’ Bichos…) con lo que Biznaga se postulan como continuadores de una larga, esforzada y noble tradición. Porque por encima de todo están las canciones y sus hallazgos: del estribillo eufóricamente melancólico de la pletórica “Domingo especialmente triste” –cantado con elegante pasión por Isa de Triángulo de Amor Bizarro– a la sofisticación guitarrera de “Madrid nos pertenece” o las melodías de “Contra mi generación”; de la violentamente sarcástica “Todas las pandemias de mañana” –“¡Nosotros somos el puto virus!”– a “Una historia de fantasmas”, con su rayo de esperanza final, he aquí a un grupo está dispuesto a refinarse sin perder el filo. “En el fondo no eres más que el cadáver de un niño que a veces despierta en un cuerpo distinto”. Nos queda el rock, que no es poco.
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