Bonito, pero largo. Bello, pero tirando a aburrido. Logradamente crepuscular, pero algo monocromo. Sedante, pero también amodorrante. Así es el segundo álbum de Big Red Machine, el proyecto conjunto de Aaron Dessner y Justin Vernon, un pasatiempo de auténtico lujo – basta echar un vistazo a su impresionante nómina de invitados – que ni mucho menos amenaza con restarle protagonismo a The National o a Bon Iver, dos de los buques insignia, prácticamente transatlánticos del indie rock norteamericano de los últimos tres lustros. Tampoco es su intención, desde luego. Sigue siendo esta una aventura paralela de altos vuelos, sí. Pero decididamente paralela. Y expide ahora una fórmula tan bien trabada que lo tiene fácil para activarse en modo piloto automático. Quizá no defraude y tampoco moleste, pero rara vez arrebata o entusiasma a lo largo de su hora larga.
Son las suyas canciones que se suceden con sosiego, que se desperezan con parsimonia mientras se mecen sobre teclados, puntales colchones sintéticos, arreglos de cuerda contenidos, armonías vocales exquisitas y un sentido de lo espiritual que, en canciones como “Hutch” (con Sharon Van Etten, Lisa Hannigan y Shara Nova de My Brightest Diamond) arañan un concepto de gospel con votos renovados, muy del siglo XXI. Es un trabajo rebosante de serena esperanza y de ánimo colectivo, muy en sintonía con el zeitgeist de estos tiempos en los que todos hemos recobrado plena conciencia de nuestra vulnerabilidad, pero también abiertamente autoindulgente, aunque bien es cierto que muestra mayor cohesión, menor apariencia de puzzle con arrebatos experimentales de las que mostraba su álbum homónimo. Prevalece, eso sí, un tono general de inapetente salmodia.
Es más una asamblea que un supergrupo. De hecho, rara vez se impone la personalidad del colaborador a la del proyecto, por mucho peso específico que luzca: si acaso el aire a The Band en “Phoenix”, con Fleet Foxes – claro – y Anaïs Mitchell, el empuje mainstream de “Birch” con Taylor Swift o el intimismo que prende la propia Mitchell a la deliciosa “New Auburn” que sirve de cierre.
Curiosa y sintomáticamente, algunos de los momentos de sensibilidad más punzante y con más razones para ingresar en el ámbito de lo memorable los firma Aaron Dessner prácticamente a pelo y en una suerte inédita para él, cantando con su guitarra acústica en “The Ghost of Cincinatti” (muy Elliott Smith) o “Brycie” (dedicada a su hermano gemelo, también presente en los créditos de guitarras y arreglos), o conduciendo la pujante “Magnolia”.
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