El mundo puede estar hecho unos zorros, irremisiblemente encaminado al abismo, pero siempre nos quedarán las canciones para sanar heridas y exorcizar demonios. Ben Watt lo tiene así de claro en el que es su cuarto álbum en solitario, el tercero desde que Everything But The Girl se disolvieran y el trayecto a su nombre tomara carrerilla tras unos años regentando su propio club nocturno y su propio sello de música electrónica. De la pareja, él siempre fue quien más apego mostró por las sonoridades más amables de los setenta, por el folk rock, el soft rock e incluso el jazz (Tracey era la punki, para entendernos), y eso se sigue notando en un disco que vuelve a probar que su fase drum'n'bass y deep house no fue más –tampoco menos– que un frondoso paréntesis, y que remonta ciertamente el vuelo tras un trabajo tan continuista y algo amodorrante como fue “Fever Dream” (16).
Aquí la principal novedad es el modus operandi: las canciones nacen del piano tras unas cuantas tentativas frustradas a la guitarra, lo que explica que esta vez no figure Bernard Butler como lugarteniente de peso y las canciones se sostengan sobre formato de trío casi jazz, con sintetizadores, samplers y ritmos que combinan lo orgánico con lo electrónico, contribuyendo a ampliar el rango cromático y al mismo tiempo esponjando el sonido, haciéndolo más fresco. Influido por la muerte de un hermano –que viene a sumarse a las de su hermana y sus padres, todas en poco más de un lustro– y por los nubarrones del Brexit y el auge de los populismos, Ben Watt es de quienes siempre se las apañan para atisbar algo de luz al final de cualquier túnel. No en vano, la sombra de la muerte (visible en “Summer Ghosts”) se aligera aquí con la certeza de que enfrentarse a la vida es siempre una mezcla de ansiedad y determinación (la frase es suya), algo que se proyecta en canciones como “Balanced On A Wire”, “Figures In The Landscape” o “Sunlight Figures The Night”, sobre las que planea la sensación agridulce de haber asistido a la emancipación de sus dos hijas mayores, que volaron del nido mientras el disco se gestaba. Hay mucho de ellos en su propia experiencia, y seguro que eso reconforta.
Prevalece, en todo caso, la visión –de inspiración variable– de músico que trata de proyectar una obra acorde con su edad y con su propia posición en la industria, tomando cierta distancia con la nostalgia en la preciosa “Irene” –con la distinguida guitarra de Alan Sparhawk dando relieve– y relativizando la festivalocracia imperante en una “Festival Song” que retoma la temática que apuntó Edwyn Collins hace más de veinte años en “The Campaign For Real Rock”, pero con un enfoque mucho menos agrio.
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.