Como si de una suerte de Santo Grial se tratase, pocas aspiraciones más completas, y también complejas, pueden existir para una canción que alcanzar la capacidad de llegar a transmitir con exactitud un paisaje emocional. La nostalgia, el amor, la desesperación o la esperanza son conceptos tan complejos e indeterminados que las palabras se convierten en herramientas insuficientes para capturar su esencia, siendo la música, posiblemente la disciplina artística más abstracta, un camino de mayor solvencia para lograr dicho propósito. Las composiciones de José Mari Belcos, cabeza visible del proyecto que lleva su propio apellido, son perfectas aspirantes a convertir su morfología sonora en el certero reflejo de un estado de ánimo. Premisa que de nuevo se convierte en protagonista en su más reciente publicación, “Bajo una luz dorada”, un trabajo, el tercero bajo esta singladura, que se postula probablemente como el más equilibrado a la hora de conjugar, y compactar, las cualidades de su autor, obteniendo un elogiable sentido unitario consecuencia de la suma de unas piezas que, si individualmente mantienen su propia identidad, en su aleación son capaces de engendrar un único cuerpo que avanza con sigilo y delicadeza pero con paso decidido.
Aunque siempre ha sido constante la presencia del músico navarro en dos hemisferios complementarios como son los del folk-country y el pop, observar el desarrollo de su discografía revela la conquista de esa faceta más melódica en detrimento del paisaje campestre. Una alteración en los roles de dominación que no significa en absoluto la desaparición de ese arraigo “vaquero”, más bien al contrario parece haber encontrado una cómoda adecuación en un territorio de sutil acento donde la división de fronteras se ha volatilizado hasta el punto de generar un híbrido sugerente. Punto de encuentro, y plácida resolución entre ambientes genéricos, que también puede ser asociado al manejo de la instrumentación, un elemento con mucha presencia en el imaginario del músico -siempre respaldado por el productor y miembro de la banda Ion De Luis- y que en estas canciones, pese al evidente despliegue y dedicación en su ornamentación, puede llegar a pasar desapercibido por haber hallado de manera natural la decoración demandada por cada situación concreta, asumiendo que no todos los latidos necesitan el mismo contexto para alcanzar su resonancia perfecta.
El propio título del disco muestra la absoluta predisposición a convertir la lírica visual en prioritario vehículo para encauzar los diversos sentimientos, convirtiéndose este repertorio en una sucesión de postales, presentados a modo de embriagadores episodios de resistencia al desánimo, que encapsulan al mismo tiempo la fotografía paisajística y la sentimental. Piezas que ya desde su primeriza aparición, por medio de “Señales”, indican la total dedicación a un aspecto melódico que no rehuye por otro lado azuzar la electricidad en algunos pasajes. Si bien la huellas de Antonio Vega se pueden descubrir en cierto colorido armónico, la continuación con “Un día más” parece ser el resultado de trasladar al más intimista Jorge Drexler hasta el porche de alguna casa enclavada en medio de una planicie arenosa. Apuntes “poperos” a los que se suma la presencia de Mikel Erentxun en una “Cuando estás despierta” que comienza instalada en el minimalismo para, quizás inducidos por la presencia del donostiarra, coger vuelo sobre lo que parecen unos impulsos pegadizos procedentes de Dunchan Dhu de los que se sirve para entonar ese optimismo que, aunque asoma recatado a través de una grieta, logra iluminar toda la estancia.
La arrastrada batería de “Ese valle gris”, que aloja en sus escobillas la atractiva pero inquietante amplitud del desierto, hace de brújula para orientarnos, a pesar de seguir conteniendo la más pura idiosincrasia del álbum, esta vez anunciada por la sensibilidad melódica de Los Madison, hasta los límites de una geografía musical que será atravesada por el tono fronterizo, punto de reunión con Depedro, de “Todo el mundo” y sobre todo por el salto de latitudes que afronta la pegadiza y estilista bossa nova de un tema homónimo alimentado por una nostálgica lírica que reposa entre el poder de los recuerdos, haciendo de ese suspiro evocador ingrediente también del presente.
Belcos consigue a través de estas ocho canciones recrear las diferentes etapas de un delicado, bello e intimista itinerario por aquellas vivencias o pensamientos que, modulados por diversas intensidades, están llamadas a convertirse en el anclaje necesario para no dejarse abducir completamente por la persistente aparición del desánimo. Al igual que otro rastreador impenitente de esa luz dorada, como era el poeta irlandés W.B. Yeats, a la que señalaba como materia con la que estaban bordadas las telas del cielo, el músico navarro emprende su propio destino en busca de esos espacios luminosos con los que enfrentar la dictadura de las sombras.
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