Parece que con este segundo trabajo Israel Nash Gripka se va a convertir en el nuevo niño mimado de la americana actual. De hecho ya hay quién afirma que su disco va a estar en lo más alto de las listas de este género, y es fácil que así sea. Tan sencillo y obvio como nombrar a Ryan Adams como una de esas referencias que puede ir muy bien para que, todos aquellos que desconocen su propuesta, se hagan una idea de como suena esta joven promesa. Folk-rock elegante aunque algo inocuo. Me explico: Israel no asume riesgos y tira de un sonido clásico a rabiar. No se come la olla como Conor Oberst, Jakob Dylan o Elvis Perkins, sino que más bien lo basa todo en unos acordes muy típicos y su dulce raspado tono vocal. Vaya que se puede afirmar sin riesgo a equivocarse, que Israel es mucho más resultón. Tan resultón que sus melodías rememoran a clásicos como el Bruce Springsteen de “Nebraska” o incluso a Steve Earle. Maestros de los que se ha empapado hasta la saciedad. Y todo este baile de referencias se hace obvio a lo largo de las once canciones de un disco que entra a la primera como una exhalación. Un álbum que a nivel lírico nos habla de vidas al borde del abismo, niños desamparados tras la muerte de su madre o las preocupaciones materiales, banales o estúpidas del ser humano que olvida lo que realmente importa: el amor. No en vano Israel es hijo de un pastor Baptista que le inculcó una férrea moral y un elevado sentido del deber. Una voluntad de hierro que le irá que ni pintada para afrontar una carrera que debe buscar, con los mismos mimbres, una voz propia. Una mayor personalidad que borre de un plumazo todos los referentes y que le empujen a complicarse bastante más la vida a la hora de componer más allá de unos cánones tantas veces ya establecidos.
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