Dar un paso atrás para tomar impulso y luego propinar dos brincos hacia adelante. Rebobinar para reevaluar y crecer. Emerger del fango. Renacer – sí – de las cenizas. No hay prácticamente músico que se resista a ello tras una época de zozobra. Y lo que ocurrió entre marzo de 2020 y algún momento indeterminado de los últimos dos años pudo ser la puntilla para Joni Antequera. A las penas, puñalás, que suele decirse. Y si es con ausencia de prejuicios, versatilidad y afán por meterse en distintos y muy diversos fregaos, mejor que mejor. No todos los doce cortes del sexto álbum de Amatria me convencen por igual, pero todos transpiran esa intención de probar cosas nuevas y dejarse empapar por otros lenguajes. Queda claro ya desde “Miserere”, una apertura que en su forma de menear la pieza de Allegri – siglo XVII, nada menos – me recuerda a lo que hizo el valenciano Queidem en su estupendo último disco.
“Lagartija”, con Siloé, parece hecha a medida de cualquiera de esos grandes festivales que posiblemente el próximo verano cuenten con él, pero el ritmo de cumbia electrónica de “La nube” y “Busco”, el giro aflamencado de “Llámame loco”, la síncopa – también de inspiración latina – de “Sol y sombra”, con Paula Serrano, y el rap de BOYE en la “La tierra del lince”, con un sensacional cambio de ritmo que deriva en jarana de acento global (tras unas estrofas inspiradas en el “Toledo” de José Aguilar), suben la apuesta e irradian una clarísima proyección comercial. Más aferradas a su canon tradicional son el house pop de “Donde me lleva” y “De las cenizas”, así como el electropop de “Techno manchego (asiejque)”, pero las tres sirven para oxigenar el tramo central del disco y dotarlo de esa sana diversidad de texturas y contornos melódicos que muestra.
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