When The Day Goes Slow
DiscosAmann & The Wayward Sons

When The Day Goes Slow

8 / 10
Kepa Arbizu — 14-03-2024
Empresa — Autoeditado
Género — Rock

El denominado rock americano, como cualquier otro género, encuentra su identificación principal entorno a unas ciertas constantes sonoras que, pese a la lógica intervención particular a las que son sometidas por cada intérprete, ejercen como columna vertebral. A ese glosario de elementos fácilmente reconocibles le acompaña todo un imaginario conceptual que, a su manera, también sirve para definir a esta categoría musical. Carreteras, desiertos y otros escenarios de cariz similar son el entorno, a veces real y otras simbólico, donde se citan los anhelos de un espíritu emancipador que lucha por consolidarse alejado del falso refugio que oferta esa vida acomodada a la que, otros “locos” utópicos como los enrolados bajo el nombre de “situacionistas”, culpaban de que con la excusa de no dejarte morir de hambre te mataba de aburrimiento. Toda esa idiosincrasia, tanto artística como existencial, pervive en bandas como Amann & The Wayward Sons, que, ya desde la formulación de su nombre, recoge con exactitud ese sentimiento nómada y apátrida que materializan a través de potentes riffs y atinados enunciados melódicos.

No ha sido sin embargo el camino emprendido por la banda bilbaína alrededor de ese territorio germinado durante los años setenta, con el tenaz talento de nombres como Neil Young, Allman Brothers o Creedence Clearwater Revival, una plácida travesía por anchas autovías con el único fin de disfrutar del paisaje; al contrario, su personal itinerario ha consistido en una continua reorientación de su brújula que, sin perder en ningún momento la ubicación del destino final, ha ofrecido diversos senderos para llegar hasta él. Una bienvenida falta de autocomplacencia que les ha legado -hasta el momento- una discografía donde cada uno de sus pasos ha reflejado el momento concreto del grupo en paralelo a un insaciable deseo por afinar, o simplemente reformular, ciertas directrices. Un viaje de largo recorrido en que cada una de sus etapas ha contado con su propio y distintivo equipaje.

La publicación de su cuarto disco -si excluimos de la cuenta al directo “Live in Bilbao”- nos presenta a la banda bajo una nueva alineación de cuarteto -con la esencial incorporación de los teclados- en la que Emi Bares desaparece como miembro estable para no abandonar sin embargo la familia, encargándose de la producción y de diversa instrumentación, haciendo de ese modo que esa figura habitualmente externa, en este caso, ostente una “relación consanguínea” con el proyecto. Una distribución de roles propicia para promover, y configurar, el ánimo de un trabajo que ejerce como zapador a la hora de rastrear aquellos sonidos que impulsaron y que hicieron el papel de progenitores de toda esa marabunta en forma de rock sureño que llegó posteriormente y que sigue alimentando el nervio de un grupo que, paradójicamente, expresa su personalidad más arraigada al mismo tiempo que propulsa sus ademanes más expeditivos.

Especialmente esclarecedora resulta la decisión de rediseñar el formato de la banda cuando las manos de Israel Santamaría se posan en las teclas para dibujar los fraseos serpenteantes introductorios de “I Have to Change to Stay the Same”, con la clara simiente de Ray Charles, con los que dictar un sugerente clima de soul-funk que si sus profundos coros gospel imprimen personalidad, la desembocadura en un tenso y majestuoso hard rock sublima su naturaleza. Del mismo modo, trascendente resulta el ulular del hammond en lo que parece una llamada invocatoria a Al Kooper para acompañar el boogie de -la explícita por su título- “My Freedom”, que tampoco puede, ni da la sensación de querer, huir de la sombra ofrecida por la forma en que afrontaban el blues The Doors, incluido ese enfático tramo final. Cadencias y ritmos de innegable raíz afroamericana que se vuelve más aterciopelada en el tema homónimo, presentado bajo es condición cosmopolita y elegante que acostumbra a lucir Robert Cray, o adquiriendo la bella sensibilidad tantas veces expresada por Ben Harper en una “Where Have the Godd People Gone” que, como también estila hacer el estadounidense, arremete contra este mundo dirigido por seres con ínfulas de tiranos emperadores sedientos de sangre ajena.

Amann & The Wayward Sons demuestran con su nuevo disco que parecen estar inmersos no sólo en un momento especialmente adecuado para ejecutar poderoso rock, sino que su actitud y puesta en escena está especialmente afilada y dispuesta a derrochar energía. Una fuerza motora tan innata que es capaz de estremecer igual desenchufando los instrumentos, como en esa desnuda pero desgarrada “Filthy Train”, que sumerge sus raíles en un terreno pantanoso donde todavía se presienten húmedas las huellas de nombres como Chris Stapleton o The White Buffalo, que reinterpretando “Lies”, integrada originalmente en su álbum “Free Soul”, que nos conduce hasta interminables carreteras con la intención de hacer sonar a todo volumen una radio que habla el idioma de Steppenwolf o ZZ Top para clamar contra todas las falsedades que inundan el discurso de aquellos encargados de suministrar orden. Dos claros ejemplos de que la musculatura de la banda contiene hierro hercúleo pero también está dotada de una cintura melódica envidiable. Aptitudes que logran moldear un excelente repertorio que igual se desgañita que susurra en su instinto por demandar una libertad que no elude el conflicto, ya sea propio o colectivo, como forma de conjugar nuestro propio futuro.

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