Decir adiós a la infancia, intercambiándola forzosamente por la adultez, es un impasse vital que nos obliga a saborear la traición. Concretamente, a sentir el engaño -en mayúsculas- de la vida. Y nosotros, en calidad de fiera herida, adoptamos el rechazo como mecanismo de autodefensa; distanciarnos de todo y todos creyendo que mostrar nuestra peor cara será sinónimo de terminar con el dolor que nos recorre adentro. “Si abro los ojos no es real” es ese momento en el que, después de años a la deriva por las mareas del tiempo, un día llegamos a casa y nos sentamos en el sofá con un álbum de fotos bajo el brazo que encierra algo inaudito: una imagen de cuando éramos niños, o lo que es también, de cuando éramos felices.
Amaia utiliza su tercer álbum de estudio con la excusa perfecta para darle voz a una dulce sonata que fluye al son de una mano titiritera abierta a la exploración sonora. Ideada en presente, pero desde un rincón empapado de nostalgia, la canción de la pamplonica pone en evidencia el valor de lo mundano. Así pues, perpetuamente unida a la compañía del piano, sus dedos escriben un poema donde el pentagrama y las notas sustituyen los versos y las palabras, y en el que el amor se encarga de allanar el camino hacia la redención. Dicho de otra forma, sin querer explotar nunca el máximo potencial de la inmaculada capacidad vocal que ostenta (prefiere reservársela a la intimidad), nos regala un susurro angelical que narra sus meditaciones más personales. “Nanai”, “Tocotó” y “Tengo un pensamiento” salieron a demostrar el talento con el que consigue hacer lo mismo y que suene distinto. Nos recordaron lo mucho que la necesitábamos. Porque lo que hace Amaia solo puede hacerlo Amaia; servirse del encuentro entre timbres variopintos (arpa, guitarra, cajita de música, violín) y la reverberación o el eco, alcanzando así un nivel de profundidad emocional que serena la mente.
Su forma de hacer música me recuerda a la sinceridad de Dido cuando, allá por 2003, lanzó “Life For Rent”. La mezcla de pop melódico y letras introspectivas, con tintes melancólicos que tanto caracterizaron a la cantautora británica, está presente a lo largo de “Si abro los ojos no es real”. Sin embargo, donde mejor queda plasmada es en “Auxiliar”. Para mí una de las composiciones más interesantes debido a ese fantástico sonido bachatero que acuna a la niña interior, subrayando a su vez la influencia de los lazos familiares. A propósito, con tan solo un par de acordes es capaz de transportarnos a paisajes pintorescos, reforzando esta idea de la ensoñación inducida por el realismo mágico. Prolonga el uso que ya le dio al recurso en “Pero No Pasa Nada” (19) y “Cuando No Sé Quién Soy” (22). De igual manera, “M.A.P.S.”, “Magia en Benidorm” o “C’est La Vie” le aportan al disco el toque costumbrista e inocente, pero también existencialista, puesto que el día a día sigue siendo el aliado más importante de Amaia. En este sentido, sienta de maravilla poder reflexionar con música que te habla de cosas con las que conectas. Al fin y al cabo, ha forjado una relación oyente-artista basada en el acto de hacernos sentir identificados mutuamente. Esto en parte se debe a las expresiones tan concretas que usa, algo que no ha dejado de asombrarme a lo largo de su carrera. “Yo la verdad no creo en Dios, pero me niego a imaginar mi cuerpo en descomposición” es un ejemplo.
Finalmente, para cuando “Despedida”, “Fantasma” y “Ya está” concluyen la media hora que dura este viaje, el ralentizado compás detiene su actividad y volvemos a estar prendados por el carisma de la cantante. Ahora bien, el disgusto llega al darnos cuenta de que estamos de nuevo en el punto de partida: no saber qué será lo próximo. Supongo que no le falta razón al decir que “el fin es un nuevo comienzo”. Por ende, quisiera terminar correspondiendo al mensaje que lanza en “Tengo un pensamiento”: no, Amaia, nunca nos cansaremos de estar contigo.
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