Resulta difícil enfrentarse a “808s & Heartbreak” sin dejarse distraer por todo lo que arrastra el cometa Kanye West en su estela, siempre tratado con dosis equitativas de admiración, envidia, desprecio y morbo. Cuando tocó hablar de su anterior “Graduation” ya comentamos en estas páginas que había que empezar a tratarlo como a un artista pop.
Eso es un hecho, ni bueno ni malo, confirmado por el último trabajo del músico más egocéntrico e iconoclasta que haya dado Chicago en años. Dedicado a su madre, fallecida poco antes de la publicación de su anterior álbum, y a la que era su prometida, éste debía ser el disco más íntimo y personal de West; también el más atrevido en términos musicales. Quizás el error haya sido abordar ambos retos a la vez. O más bien, tomar un cúmulo de decisiones erróneas en cuanto al segundo, empezando por los excesos con el Auto-Tune, que convierten estos once temas en un difícil trago para cualquiera. Hay destellos de algo parecido a buenas ideas en el single “Love Lockdown”, en el tratamiento rítmico de “Amazing” y “Say You Will” e incluso en la divertida “Paranoid”. Pero cortes como “Robocop”, la desconcertante “See You In My Nightmares” -con un irreconocible Lil´ Wayne- o “Bad News” parecen el resultado de una indigestión de Jean-Michel Jarre, Enya y O-Zone, hundiendo cualquier intento por tomarse “808s & Heartbreak” en serio. Lo más triste: fuera lo que fuera lo que nos quiera contar llega convertido en un chiste, en forma de un globo de chicle a punto de explotar, blando, pegajoso, desinflado. Un patinazo en toda regla.
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