Pocas bandas personifican el concepto de indie-rock de manera más precisa que Yo La Tengo. En buena medida se les puede considerar pioneros y poco menos que inventores del mismo, si tal cosa fuera posible de definir. Y al mismo tiempo pocas bandas se me ocurren que estén más alejadas de la papilla insípida en la que hoy se ha convertido el dichoso término. Sin embargo, diría que el concierto de ayer fue en muchos sentidos una celebración y una reivindicación, vibrante, intensa y en absoluto nostálgica, de la genuina idea de rock independiente con la que nos enamoraron y nos engancharon hace ya tres décadas. Un rock entendido como lenguaje y actitud, no como fórmula. Un rock que ama, respeta y conoce profundamente sus raíces pero las usa como medio para su propia expresión personal, sin concesiones ni imitaciones absurdas, para crecer y evolucionar a su manera y a su ritmo, sin miedo a probar ni a mezclarse con nada, siguiendo su instinto y su propio gusto en cada momento. Eso es YO LA TENGO y así los queremos.
La excelente actuación que nos ofrecieron el sábado en Donostia se me antoja así una bella y coherente escenificación de todo ello. Alrededor de dos horas y media de despliegue caleidoscópico de todas sus caras y dividida en dos actos claramente diferenciados. En el primero de ellos, entraron casi de puntillas, con una especie de dulce drone susurrado que se mantuvo siempre como hilo conductor de fondo, entrelazado con deliciosos apuntes de voz, guitarra, teclados y leves percusiones, con los que iban formando y al tiempo disolviendo canciones, sin pausa, intercambiando y pasando los tres de un instrumento a otro de manera constante. Sonaron “She May, She Might” o “Polynesia #1” de su último disco, pero en realidad sonó un todo único, en el que parecieron sumergirse, absortos y prácticamente sin mediar palabra con el público, invitándonos a hacer lo mismo. Me pareció un ejercicio de una delicadeza tan extrema, que terminó resultando probablemente demasiado exigente para quien no terminó de aceptar o asimilar la invitación. Quizá respondiendo a esa misma paradoja irónica que les llevó a titular “There’s a riot going on” a un disco tan balsámico en sus texturas sonoras, fue precisamente el lado más suave y etéreo de Yo La Tengo el más difícil e impenetrable. Personalmente disfruté mucho de esta parte, favorecida por la estupenda acústica del Teatro, aunque entiendo a quien pudo sentirse desubicado y un poco lejano.
El segundo acto dio la vuelta por completo a la moneda. Fue un tremendo set de “classic Yo La Tengo”, con mucho amor y mucho respeto por su hermoso legado pero lo dicho, sin nostalgia. Atacaron temas inmortales como “Big Day Coming” con la intensidad y el entusiasmo de un principiante (en especial por parte de un Ira Kaplan en plan guitar Hero atropellado y a la vez brillante, en plena forma), destilaron amabilidad, humor (particularmente absurdo e hilarante ese rato en el que Ira se levantaba del teclado cada medio minuto para dar un único golpe en el timbal y volver a sus sitio) y mucha mucha energía para demostrar que 30 años después siguen haciendo la misma música, igual de buena pero completamente diferente, porque siguen fieles a su esencia. ¡Que dure!
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