Cuando un grupo revienta la misma sala en la que había congregado una buena entrada sólo un año antes, es que algo ha pasado. En el caso del cuarteto gallego, es muy probable que ese “algo” tenga que ver con su cuarto álbum, Salve discordia, que en estas semanas ocupa los primeros puestos de las listas de lo mejor de 2016 -incluyendo la de MondoSonoro-, poniendo de acuerdo a gente muy diversa. No es que la prensa les haya maltratado antes, ni mucho menos. Pero los designios del público son inescrutables. Y los astros se han alineado definitivamente para un grupo que ha hecho del trabajo serio y la constancia señas de identidad.
Los madrileños Fuckaine habían calentado la gélida noche madrileña con una buena ración de rítmico pop heterodoxo con trazas electrónicas y sanísimo humor destroyer: Sí, se puede desconcertar al personal a estas alturas de la película. Virtud que comparten de alguna manera con los gallegos.
El interminable cambio entre bandas -dramático telón incluido- hizo crecer la tensión expectante reservada a las grandes noches, según la sala se iba llenando hasta extremos agobiantes que yo no vivía desde la visita del mismísimo Wilko Johnson. En fin, la noche se puso peliaguda. Encaramado a uno de los gallineros de la sala madrileña pude encontrar un resquicio, asombrándome, antes de que salieran, de la heterogeneidad de la muchedumbre reunida abajo y en las gradas: Tiene mucho mérito que en estos tiempos un grupo de guitarras (que, más allá de esquivas etiquetas y géneros, es lo que son Triángulo de Amor Bizarro) ponga de acuerdo a gente de entre 18 y 60 años. O más. Pero es lo que tiene que suceder si uno quiere pasar de banda indie de selectas minorías a otro nivel. Puede sonar surrealista, pero es que los gallegos se dieron un baño de masas en toda regla. Con muchísima gente coreando sus canciones. Y otros tantos hablando con el de al lado o pendientes del móvil. Los tributos que hay que pagar por un llenazo como el del viernes. Las reglas de jugar en otra liga.
Naturalmente, también estaban sus incondicionales: Los que pudieron dejar sus abrigos junto al escenario tras unas palabras del guitarrista y cantante Rodrigo Caamaño con el de Seguridad, organizar algunos discretos y entusiastas pogos o incluso (al final, una chica con camiseta del grupo) probar un poquito de entrañable stage-diving. Lo importante es que la banda estuvo a la altura. Como siempre que les he visto. Triángulo de Amor Bizarro son animales de escenario, por encima de todo. Comparten protagonismo y camaradería como ha sucedido con los mejores grupos desde los Beatles y además, disfrutan a tope de cada segundo en el escenario, lo cual se nota y se transmite. A pesar de que el sonido cavernoso de la sala y la reverb que envuelve su torbellino sonoro de guitarras centrifugadas y ritmos frecuentemente espídicos no se lleven particularmente bien (por cierto, ese problema también lo sufrieron Fuckaine).
En cuanto al repertorio, cayó todo lo que tenía que caer, con especial hincapié en su nuevo disco: de trallazos de post-punk feroz como Gallo negro se levanta y Euromaquia a joyas pop químicamente puras como Estrellas místicas y las baladas perversas de la casa; Un rayo de sol, Seguidores… Incluso hubo espacio para la sinuosidad siniestra de O Salve Eris, todo fluyó perfectamente. Con alusión incluida a la eterna morriña gallega.
Triángulo de Amor Bizarro parten de una envidiable claridad de ideas para hacer propias influencias diversas pero no tan extrañas entre sí -de las baladas cincuenteras y el pop de los 60 a la psicodelia, el shoegaze, el noise o el indie noventero, incluso el dub arrastrado en el caso del primer corte de Salve discordia-. Sonando siempre a ellos. Pueden fagocitar la batería de Age of Consent de New Order para el demoledor single Baila sumeria, y nadie les va a pedir cuentas. Han encontrado un equilibrio perfecto entre la arisca y densa confrontación punk de sus orígenes con soleadas melodías pop. Y desenfreno sudoroso (de nuevo, despliegue apabullante del batería Rafael Mallo) con precisión para definir matices. Las letras provocadoras, oscuras, desafiantes, repletas de una imaginería personal e intransferible, están muy por encima de la media. Como ha sucedido en sus últimos dos discos, la bajista y cantante Isa tiene más presencia vocal, mientras que Rodrigo y Zippo incendian sus guitarras desde el primer minuto.
Todo sigue en su sitio, en suma, pese al sonido cavernoso y lo mucho que añoré esos tiempos cercanos en los que se les podía ver sin tantas apreturas. Ellos, a lo suyo, volvieron a contagiar su entusiasmo energético al nutrido respetable y se consagraron en Madrid como el grupo indie (es una etiqueta más) de moda, por raro que suene en su caso. Seguro que el trasfondo de esta aseveración les jode. Pero se han ganado cada segundo de su gloria. Y oiga, no estamos como para ponernos interesantes o esnobs porque un grupo de guitarras tan personal lo pete.
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