Me enfrento a esta reseña del concierto del pasado jueves en el Dabadaba donostiarra con el objetivo de no usar la etiqueta prohibida “post-rock”. Ese género controvertido al que rara vez las bandas parecen querer asociarse, pero que al menos sirve a la prensa para encuadrar dentro de un estilo particular y con personalidad a los proyectos que lo practican. Pero es que lo de Toundra va más allá de etiquetas como la mencionada (que no se repetirá más a lo largo de este texto). Su propuesta discográfica y sus directos nada tienen en común con una escena (la del instrumental) por lo general mucho más “humilde” y minoritaria en lo que a seguidores y aficionados se refiere. ¿La fórmula? Más secreta que la de la Coca-Cola. O bueno, démosle al Cesar lo que es del Cesar. Toundra llevan años trabajando y moldeando una apuesta arriesgada, seria y profesional por sacar adelante un estilo no tan fácil o accesible como el de bandas que pondríamos a su altura en el panorama nacional. Por lo tanto, ese duro trabajo y la calidad del mismo han hecho que podamos hablar de una formación de éxito dentro de un género por lo general tan minoritario o de nicho. Y toda esta parrafada para tratar de explicar algo que sorprendió al autor de estas líneas, aunque no debería. Un casi-lleno de una sala como el Dabadaba, durante un jueves. Bravo por ellos. Ahora, al lío.
Con puntualidad inglesa, como el regustillo que dejan sus canciones experimentales, arrancaban la noche los zarauztarras Sofa. Viejos conocidos por esta escena, que repetían tablas volviendo a presentar en Donosti los cortes de su más reciente trabajo “Krispetak” (B-Core, Bonberenea Ekintzak 2022). Siempre se hace un poco cuesta arriba el papel de calentar al público, y más cuando lo que sobresale entre canción y canción y al inicio de las mismas, son las conversaciones de la gente, algo a lo que, desgraciadamente, nos vamos acostumbrando en este tipo de eventos. No obstante, el sonido impecable de la sala junto al recital de math rock saltarín fue poco a poco arreglando la situación. Loops continuos de guitarra, ritmos rotos y voces puntuales. Pocas bandas por estos lares practican lo que este trío, así que cada oportunidad para verles en directo merece mucho la pena. Y, por suerte, así parece que lo entendió la gente, que tras el primer tercio de recital, ya empezaba a apelotonarse. Un set de unos 40 minutos, donde no faltaron temas como “Zartaiko Parakaidistak” para abrir el show de la misma manera que se inicia el disco; “Kokodrilua ta bihurgunia kotxia lapurtu ta perretxiko bila duaz” que tocaron con unas muy apropiadas máscaras de cocodrilo o “Alegregerla” para cerrar con ese final caótico su enérgico concierto.
Cambio de backline y momento para pasar el testigo a los protagonistas de la noche. Unos Toundra a los que se les vio disfrutar y muy de cerca el show de sus antecesores, cosa a remarcar y alabar, por qué no decirlo. Los de Madrid llegaban a Donostia como primera parada de una gira express que les llevaría ese mismo fin de semana por el resto de capitales del territorio vasco. En esta ocasión, presentando “Hex” (InsideOut Music, 2022), su sexto álbum de estudio, séptimo si contamos su periplo pandémico poniendo música al clásico “El Gabinete del Dr. Caligari”.
Las suaves guitarras de “Magreb”, un must en casi todos sus setlists abría el bolo del cuarteto instrumental (dejémoslo así). Sus característicos sube y bajas a lo largo de diez minutos de canción son una muestra perfecta de lo que nos esperaba en la siguiente hora y media larga. Desde bien pronto, Esteban a las seis cuerdas, trataba de alentar y animar cada dos por tres a un público que se mostró bastante tímido de inicio, aunque poco a poco se fue metiendo más y más en su universo. Pasado y presente de la banda durante el minutaje inicial, añadiendo “Watt” como segunda en la lista para mostrar que no han perdido punch ni en sus melodías magníficas ni en sus ritmos de cabeceo constante. Más pronto de lo esperado, al menos por un servidor, dispararon la que quizá sea su bala más reconocible: “Bizancio”, de aquel superlativo “II” que les ensalzó como lo que siguen siendo a día de hoy. La banda más grande del rock instrumental a nivel nacional y una de las más relevantes a nivel mundial sin miedo a sonar exagerado.
Un sonido de notable alto en el arranque, que con el paso de los temas llegó al sobresaliente al que nos tiene acostumbrados la sala de Egia. Y que, para cuando llegó “Mojave”, de inicio electrónico y desarrollo infinito, y el trío de “El Odio”, ya se consiguieron los estándares exigibles de calidad para una banda que tiene más que aprendido eso de hacer el rock sobre las tablas. Pequeño parón para tomar aire tras otro clásico como “Ara Caeli” y recta final con una pareja de sonoridades recientes como las incansables “Cobra” y “Ruinas” y cierre total con la tormentosa “Cielo negro” que incluyó un icónico beso entre guitarristas, muestra de la felicidad, compartida con el público, que emanaba esa celebración y homenaje a la música como la que acabábamos de vivir.
Y es que más allá de estilos y etiquetas, aunque la propia frase esté ya demasiado gastada y empiece a sonar a cliché, lo de este cuarteto es un recital de muchos quilates que sobrepasa cualquier género y es por ello que una gran masa de público heterogéneo haya llegado a enamorarse de ellos.
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