¿Qué se me ha perdido a mí en Frankfurt?, podréis pensar. Una ciudad que ves en pocas horas y que tiene poco que ofrecer al viajero. Tres palabras: Thee Oh Sees. Un buen motivo para coger un avión y moverse por Europa. No hay nada mejor que ver a la banda en su habitad natural, una sala de capacidad media, para sentir como te revienta en la cara cada gota de sudor, cada riff de guitarra, cada aporreo de esas baterías dobles y cada línea potente de bajo. John Dwyer y los suyos son una apisonadora en directo. Su garaje rock es una bestia sobre el escenario, una que sube de intensidad en crescendo hasta hacer explotar a la sala. Música intensa y visceral, de esa que te entra y te remueve las entrañas. Dirigida además por un director de orquesta en estado de gracia, que parece estar más allá del bien y del mal.
Dwyer ha buscado a los perfectos cómplices en el bajo de Tim Hellman y las baterías de Dan Rincon y Paul Quattrone. Lo mejor es que la banda toca alineada, todos al mismo nivel, como una única pieza sónica perfectamente engrasada, una apisonadora de decibelios revienta tímpanos, un huracán desatado, un terremoto sonoro. En el concierto pudimos escuchar sobre todo temas de sus tres últimos discos, “Mutilator Defeat At Last” y los dos gemelos que le siguieron, “A Weird Exits” y “An Odd Entrances”. Aunque tuvieron tiempo también de recorrer su prolífico repertorio.
Los directos de Thee Oh Sees son un experiencia casi religiosa. Y nosotros somos sus fieles seguidores. Por eso, cuando sonó la rítmica “Dead Man's Gun” el grito desaforado de Dwyer enloqueció a una audiencia que parecía bailar con el diablo. El pogo a esas alturas estaba desbocado, explotando con cada canción. Algunos volaban encima de las cabezas del público surfeando en las ondas sonora de la banda. Dwyer se retorcía en el escenario, con mirada de loco, con gestos inusuales, como si la música le poseyera. A él y a nosotros. Imposible no dejarse llevar con la marea explosiva que transmite la banda. Acabaron antes de los bises con un clásico “The Dream”. La sala se venía abajo. Aún volvieron para tocar una canción más, exhaustos pero efectivos hasta la última nota. Hora y media sin parar, a piñón fijo y sin dejar títere con cabeza. Sudando, desbocados y salvajes. Sin compasión, destrozándonos. Y nosotros encantados.
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