The Wall, patada en los morros

A la hora de valorar el show de Roger Waters de  ayer por la noche en el Palau Sant Jordi de Barcelona, no he podido evitar acordarme de pioneros como Screamin Jay Hawkins a la hora de dotar a sus actuaciones de un transfondo teatral, con la intención de provocar cierto impacto en el espectador. Una idea que años más tarde Alice Cooper elevaría unos cuantos grados más, y que luego emularía David Bowie en plena era dorada del glam y la provocación.

También Pink Floyd en plena época hippie hicieron uso, bajo la batuta de Syd Barrett, de unas performances de luz, ruido y psicodelia llamados happenings, que los más colgados en ácido afirmaban que servían para conectar con lo más profundo de la psique. Claro, que lo importante de todos estos referentes previos es que abrieron la puerta al posterior desarrollo megalómano de las puestas en escena de los setenta, ya fuera las de Funkadelic, Genesis o la Electric Light Orchestra.
Pues bien, todo esto viene a colación porque lo de ayer noche fue, ni más ni menos, una recuperación de uno de estos espectáculos megalíticos herederos de los albores de los setentas, pero adaptado a estos tiempos de alta definición y nuevas tecnologías.
Y claro, lo malo de querer recuperar cualquier cosa del pasado, es que corres el riesgo de caer en cierto anacronismo repleto de contradicciones, algo en el que el espectáculo de Roger Waters no fue una excepción. Y no lo fue porque más allá de lo ridículo que resulta aplaudir la imagen de unos aviones bombardeando poblaciones con el logo de la Shell o la Mercedes, cuando luego te espera en el parking un vehículo de esa marca, pues bien, más allá de eso que, de tan evidente no vale la pena incidir demasiado en ello, el show tiene más de espectáculo musical que de concierto propiamente dicho. De hecho si todo el concierto estuviera pregrabado y lo ejecutaran meras comparsas y girara en diversas franquicias por medio mundo, nadie notaría la diferencia. El peso de todo reside básicamente en las proyecciones inspiradas en los dibujos realizados para la película por el ilustrador Gerald Scarfe y poco más. Por eso te encuentras con ese regalo en el que se han esmerado mucho en realizar un bonito envoltorio, para encontrarte con la típica corbata de dudoso gusto. O para ser más claros y francos: la música del mítico doble álbum queda reducida a un segundo plano, sepultada entre tanto ladrillo de cartón piedra, y manteniendo un mensaje que no ha perdido actualidad en su forma de enfrentarse a las tropelías del pensamiento único, pero si lo ha hecho en su forma de expresarlo. Eso por no hablar de trucos tan manidos y sensibleros como proyectar filmaciones de los reencuentros en la escuela de unos niños con sus padres militares que han regresado a casa. Fue precisamente por esa hipocresía cargada de buenas intenciones, lo que dio pie a que surgiera el punk a pegarle una patada en los morros a tanto hippie trasnochado. Una patada que nos vendría muy bien a todos, en estos tiempos en el que el pensamiento único de la corrección política está alcanzando niveles de auténtico paroxismo.