Euforia desbordante

Hacía tiempo que no presenciaba una manifestación de euforia tan desbordante. Cualquier excusa –la aparición de un roadie sobre el escenario, la pausa entre las canciones del hilo musical de la sala- era aprovechada por la joven audiencia para estallar en un griterío que conseguiría sonar aún más alto que el grupo una vez arrancado el concierto.

Adolescentes acompañados por sus padres y que apenas tendrían cinco o seis años cuando estalló el ya lejano fenómeno de “Gossip Girl” se dejaron la voz con cada pequeño gesto de Taylor Momsen, líder absoluta de unos The Pretty Reckless bien engrasados y resolutivos como banda de hard rock de herencia setentera, un estilo muy alejado generacionalmente de su audiencia, cuyo perfil uno asociaría de forma más natural con Tokyo Hotel o Avril Lavigne. Momsen se sabe reina de su fiesta y desempeña bien su papel sobre el escenario, siguiendo a rajatabla los ademanes de rock star al uso: palo de micro agarrado con ambas manos, el obligado tema con guitarra colgada al cuello, desmelene estudiado. A cada uno de ellos le correspondió una encendida réplica desde la pista, que coreó con inusitada entrega cortes tan efectivos como “Make Me Wanna Die” o “Messed Up World”.

Todo ello debería alegrarnos, en especial porque su rock básico y sin aditivos conecte tan bien con las nuevas generaciones. Lo malo es que en su revisión, The Pretty Reckless hayan olvidado alimentar una personalidad propia cada vez más cercana al hit radiofónico –“Just Tonight” recuerda bastante a Lucie Silvas y “Take Me Down” demasiado al “Sympathy for the Devil” de los Stones-. Tampoco suma puntos que en su evidente profesionalización y mejora como músicos hayan perdido parte de la frescura y el contagioso desenfreno de su primera visita a nuestro país, aquella de 2011 en la que se impuso la incorrección y la invitación a la fiesta y que terminó con desmadre e invasión de escenario.