Han pasado siete años desde la anterior aparición de The Lemon Twigs en Bilbao. Fue en un BBK Live, y los hermanos Brian y Michael D'Addario (nada que ver con Alexandra, que además no lleva apóstrofo), acababan de destacar con un primer álbum de regusto a orfebrería sesentera que rápidamente les hizo populares por la calidad de su interpretación y la más que correcta asimilación de corrientes y armonías atemporales. Incluso ya para 2015 habían lanzado un previo en formato casete de sólo cien copias ("What we know"). Además habían compuesto esas canciones en edad adolescente, por lo que se suponía estábamos ante algo similar a unos jóvenes prodigio de los que podría esperarse grandes cosas después. Para ser totalmente equilibrados, también estaba la duda si en realidad se trataba de viejos prematuros, educados en la música de sus padres (literal, son hijos del compositor y multiinstrumentista neoyorquino de power pop Ronnie D'Addario), casi de sus abuelos, sin apenas readaptación a su tiempo. Pero la retromanía de este siglo y la ancha historia de la música pop-ular y su secuencia genética está también alimentada de este tipo de felices anacronías, cuando el nivel responde, claro está.
Para más inri, en aquel concierto de Kobetamendi, dentro de una carpa para ser más concretos, coincidían en el mismo día con Brian Wilson, probablemente su mayor influencia, su referente más claro. En aquella oportunidad escribimos para un medio estatal que "los hermanos D'Addario, a volumen saturado, se quedaron a medias en su cocción de un baroque pop aún imberbe y falto de definición, que en vivo remite más a Queen y al glam que a los chicos de la playa", no ocultando nuestra decepción. Nada grave en músicos tan precoces y con excesivas ganas de agradar-epatar. Sería fácil decir que aquellos limones estaban aún verdes.
Desde entonces han pasado cuatro álbumes más y un montón de conciertos y kilómetros para estos hermanos que aún no llegan a la treintena. Les hemos seguido la pista, a sabiendas de la complejidad de que nos ofrecieran una obra maestra original, pero también con la seguridad de que en cada disco soltarían unas cuantas piezas notables, como así ha sido, sobre todo en su cuarto, "Everything harmony", de 2023, sin olvidar el atrevimiento conceptual de su segundo "Got to school" de 2018. Y ahora están más que suficientemente preparados para ofrecernos casi hora y media con un repertorio sin fisuras en un Kafe Antzokia abarrotado de un público con mayoría adulta, aunque también asomen caras jóvenes. Probablemente éstos últimos puedan tararear sus canciones, pero serán los primeros quienes aprecien más el concepto.
Destacados multiinstrumentistas (cualquiera no participa en trabajos de Todd Rundgren o Weyes Blood), bordan con la misma impecable ejecución que peligroso mimetismo todo lo que tocan. Por sonido, actitud, incluso vestimenta e imagen general (no acompaña esta coyuntura a utilizar modernismos como outfit), se mueven en ese intervalo que abarca la segunda mitad de los 60 y la primera de los 70, una época gloriosa y de iniciación seria para lo que aún seguimos llamando música pop. Ellos mismos quieren referirse a un sunshine pop, que temporalmente roza el inicio del glam. Sólo el hecho de enfrentarse a un legado tan extraordinario ya les coloca en una posición comprometida, pero su concentración es tal que mutean todo lo posterior, toda transformación sonora ocurrida en el último medio siglo, por tanto. Podrá decirse que salen victoriosos si lo que se busca es la recreación (repito que impecable) de lo que entonces era música juvenil y hoy es un suave y naif reflejo de época. Es muy evidente de donde vienen, incluso declaradamente obvio, y más allá de Beach Boys, Byrds, Beatles, Bolan, Honeybus, Zombies,... nombres un poco posteriores como Raspberries, The Rubinoos o Redd Kross ya entran de lleno en iniciales aproximaciones al revival. Un tejido a primera vista perfecto si no se quieren ver las costuras...? Ahí lo dejo.
En esta segunda visita bilbaína, que precede a su paso por el Primavera Sound de Barcelona, se centra en sus dos últimos álbumes, y es más que curioso que la primera canción responda al título de "My golden years", para enlazar a continuación con "In my head", con un estribillo que se adhiere sin remisión. Son ellos dos más Danny Ayala (bajo, teclados y voz) y Reza Matin (batería y guitarra), y en algún momento se intercambian labores. Todo el set trascurre dichoso, radiante incluso, y es difícil borrar la sonrisa. Una sonrisa que es mitad satisfacción y mitad guiño irónico ante ese tunel del tiempo que nos traslada a una pubertad de guateques y zurracapote (jeje). Esta parece Todd Rundgren, esta otra John Denver, la siguiente T. Rex...Ya casi al final viene una versión de "I don't wanna cry" de The Keys (banda londinense de culto y corta trayectoria), aunque nos hurten la de The Left Banke que hicieron en Madrid la noche anterior ("I've got something on my mind"). La parte final es en acústico con Brian solo. Para ello se reserva tres verdaderas preciosidades: "Corner of my eye", "If you give enough" y "When winter comes around". De nuevo con la banda llega el bis donde tenían preparado una de los Byrds (“I'll Feel a Whole Lot Better", ni mmás ni menos), pero cambian de idea y se atreven con la monumental "Good vibrations". Quizá porque recordaron que siete años atrás coincidieron con Brian Wilson en un monte cercano?. Unas y otras cosas dan para un posconcierto de charlas que traspasa la medianoche. Sabido es que sólo hablar de música se puede comparar a disfrutarla.
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