El cuarteto británico más excesivo, con todos sus vicios y virtudes, volvió a dejar una gran impresión en sus fans vascos. Y lo hizo a base de explotar sus mejores virtudes: potencia, sentido del espectáculo, diversión por encima de todo y comunicación. Mucha comunicación. Y es que esa es una de las virtudes de su frontman Justin Hawkins: mucha interacción con el público, comentarios ingeniosos y otros no tanto, exageración en la vestimenta (esos ropajes blancos con rayas negras verticales, ¡por Dios!) y excentricidad a raudales, rayando la sobreactuación. Impresionó el momento exacto de su salida al escenario mientras sus compañeros ya habían empezado a darle bien fuerte a “Barbarian”, perteneciente a su último trabajo, y el saltó dispuesto a comerse el escenario y ¡vaya si lo hace!. Aunque no debemos olvidarnos que su hermano Dan, con ese enorme sonido de guitarra, es fundamental para engrasar esa maquinaria de hard rock setentero que es The Darkness. Su vestimenta de pantalones y chaqueta rojos 100 % glam y su pose (piernas abiertas y ajetreo de melenas) le dan mucha presencia. Frankie Poullain, con su extravagante –para variar- vestido y peinado, disfruta de lo lindo en el otro extremo. Y el nuevo batería Rufus "Tiger", hijo de Roger Taylor de Queen, es un pedazo animal que avasalla, sobre todo por el enorme sonido de sus tambores. Con él se completa la terna y ya tenemos a cuatro tipos dispuestos a darlo todo, con un repertorio descaradamente inclinado a su legendario primer disco. De modo que ya el segundo tema es de aquel lejano 2003: nada menos que “Growing on me” con todos sus riffs directos a la yugular y estribillo incendiario con falsete (¡cómo no!) incluido. “Black shuck”, otro que tal, dispara a matar en un momento en el que la sala parece venirse, algo que va a ser una constante durante todo el concierto: euforia desatada en los cortes del primer disco, y altibajos en algunos de los posteriores. El ya clásico “Givin’ up”, seguramente una de sus mejores piezas, intercalada entre las nuevas “Mudslide” y “Roaring waters”, fue un gran ejemplo de la diferencia de acogida. Y eso que las nuevas no están nada mal, sobre todo “Mudslide”, pero el peso del álbum “Permission to land” es tan gigantesco que la mitad del repertorio perteneció a él (nueve temas en total). A su favor, hay que decir que supieron distribuir aquellas canciones con sabiduría.
“One way ticket”, del segundo disco, sonó también a gloria, como el majestuoso “English country garden” iniciado al piano por Justin, antes de darle caña de la buena él mismo con la guitarra. Puestos a elegir, eché en falta aquel “Hezel eyes” del mismo disco, pero estaba claro que no estaban por la labor de reparar mucho en ningún otro trabajo que no fuera “Permission to land”. Y es que toda la carrera posterior puede que haya quedado condicionada por el intento de superar o igualar artística y comercialmente tamaña proeza. Ciertamente, la etiqueta de “salvadores del rock” que les impusieron puede que les pese como una losa.
Pero si la pregunta es si han logrado sobreponerse, volver a reunirse y ofrecer grandes canciones y aún mejores shows, la respuesta es un rotundo sí. Sin paliativos. De esta nueva etapa, “Every inch of you” y “Rack of glam” resultaron también enormes. Pero antes, “Love is only a feeling” y la iniciada con el piano “Friday night” habían incendiado la sala. Justin nos sorprendió, además, tocando algunos solos de guitarra en ambos, además de en la citada “English country garden”, entre otras. También emplearon la artillería pesada en la recta final, iniciada con una “Get your hands off my woman” demasiado acelerada (deliberadamente, eso sí) donde Justin hizo el pino apoyándose en el pie de batería y siguió el ritmo de la canción abriendo y cerrando las piernas (¡Insuperable!), “Stuck in a rut” y el mega éxito “I believe in a thing called love” para mayor gloria del respetable.
No tardaron mucho en volver al ruedo para rematar con una versión de Radiohead llamada “Street spirit (fade out)” pasada por su apisonadora hard rockera -voces espectaculares incluidas, superando claramente a la original- y, para finalizar, “Love on the rocks with no ice” para irse por todo lo grande. Estos son los Darkness, básicamente los mismos tipos (quitando el batería) que dinamitaron la escena de principios del nuevo siglo, que resurgieron después de sus propias cenizas y que si algo les sobra es el talento y la garra propias de su estilo musical. Justin sigue en lo suyo, quizás más excéntrico que nunca, para regocijo de sus fans y horror de sus detractores, a medio camino entre su idolatrado Freddie Mercury y la bestia que lleva dentro. ¿Narcisista o extremadamente carismático? Tal vez ambas cosas. ¡Y que siga así por muchos años!
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