A nada que uno se sitúe un poco, y otro poco se sugestione, percibe nada más entrar en un Kafe Antzokia abarrotado (sold out a una semana vista) de un público intergeneracional, (bastantes veinteañeros), un par de aromas que se retroalimentan. Uno es el perfume de la expectación ante la primera visita bilbaína de The Brian Jonestown Massacre (en 2006 les vimos en un Primavera Sound barcelonés y diez años después pasaron por el Gazteszena donostiarra), banda que desborda culto y pedigrí. El otro, y ya digo que para ésto se necesita un algo de predisposición o complicidad, (y que aquello empiece a rodar, claro), es el perfume del incienso, más como resina espiritual que elogio, consecuencia quizá de una era pscodélica, prelíquida, ahora recuperada. Con esa seguridad que aleja cualquier signo de perplejidad? Pues no. En los primeros minutos, en las primeras canciones, pudo cierto desazón y desconcierto por los largos parones entre sacudida y trance, y que incluso hacían dudar sobre posibles problemas técnicos con el teclado o de falta de ensayo previo. Pero poco a poco, nos hacemos a ello, de entrada como si fuese un peaje que el septeto nos hace pagar, cual petit mort tras culmen espasmódico. Luego contaremos también otra interpretación más avanzado el asunto.
Y es que la alta psicodelia tiene mucho de adicción y de excitación mental presexual, en esa fase en la que el cerebro envía mensajes que posibilitan cambios corporales hasta oscilar y/o tambalearse. Porque los de San Francisco son una vuelta de tuerca brillante y magnífica a ese rock en espiral psicodélica que tiene su origen en el folk-rock californiano y en la parte más química de la segunda mitad de los 60, y que hoy vive un momento dulce, contrapuesto y texturizado a otros sonidos más fin de siglo, como shoegaze, noise o postrock, que protagoniza sobre todo la tremenda parte final del concierto. Una especie de psicodelia moderné con patrones 90's-60's-90's, o algo así. Nada más lejos de una concesión extravagante y temporal al historicismo con muchos y destacados ejemplos contemporáneos. No deja de ser también revelador que "Anemone" (álbum "Their Satanic Majesties' Second Request", 1996) su tema más conocido y celebrado, sirva de engarce justo en el ecuador del set, siendo como es una especie de pauta y compás del entramado lisérgico que conceptualiza sus últimos movimientos. El mantra narcótico incita a unos cuantos a saltarse la norma anti tabaco. También a contonearse con aleteo de manos y brazos.
Otra cosa que nos hace reincidir en el asunto de los parones: incomodan, como digo, mucho al principio, pero a medida que se repiten casi se le coge gusto a esos largos espacios, inéditos en la dinámica de los tan profesionalizados directos hoy día, que ayudan a procesar y comentar lo que acaba de escucharse en el escenario, cuando por ejemplo se juntan cuatro guitarras de doce cuerdas al unísono. Un escenario que se convierte en laboratorio permanente (rechazaron prueba de sonido) con cambios continuos de guitarras, pequeñas charlas entre los músicos, alguna que otra aparición espontánea y alguna que otra confidencia al público que en realidad parece formar parte del teatro impertinente y medio cómico que van tejiendo. Anton Newcombe, y su gorro con pluma, y su atril con los textos aún sin memorizar; sabe que él y sus chicos van a parir algo grande y majestuoso en tiempo real, sin decalaje alguno. La gran mayoría de alrededor de una veintena de temas son muy recientes, de su álbum de este mayo "Fire doesn't grow on trees", o del aún inédito "The future is your past", que se edita en pocas semanas, con títulos como "Nada puede detener este sonido", "Tu mente es mi café", "Tienen extremos los arco iris?" o "La madre de todos los hijos de puta". Y como se sabe claro vencedor, juega con esa insolencia de tener a la banda parada varios minutos antes de volver a la tarea, sin buscar excusa alguna, incluso con deliberado desdén. Es así la cosa y aquí soy yo el que te va a ofrecer material de primera en vivo y en directo, (donde por otro lado alcanza cotas muy superiores a sus discos) y por lo tanto yo soy quien lleva el tempo de la ceremonia. Que no se nos olvide tampoco una mención especial al patilludo Joel Gion, el indispensable "tambourine man" de la banda (recomendable "Apple bonkers" bajo su nombre de 2014).
En total suman dos horas y veinte minutos, que de juego efectivo quizá se quede en hora y media o así. Pero, qué hora y media! En la parte final y más extrema se añaden también los dos roadies (que no han parado en todo el bolo de ejercitar su primera misión), con lo que acaban sonando seis guitarras al unísono (y nos asombrábamos cuando aquellos japoneses Boredoms agrupaban cuatro baterías!). Es la parte más dilatable y liberadora de la velada, los momentos más abracadabrantes del hecho: la verificación de que se puede vivir sin psicodelia, pero no se debe; y de que el rock continúa siendo un arte en desarrollo. Claro que para percibirse, hay que haber estado allí.
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