Yo ni me quité el abrigo, que también, probablemente, sea un exagerado. Hacía frío fuera, sí, pero tampoco era para tanto. 13 de diciembre: Santa Lucía, reza en el santoral, y he tenido que buscarlo, por supuesto. Era viernes y era trece. No era tiempo de playa, pero los Runaway Lovers la cantaron y los Supertubos llevan la arena hasta en el nombre. Casi se podía oler el salitre y la crema protectora, o la parafina, si lo prefieres. Era como un veranillo más, después de los de San Miguel y San Martín, y no sé qué me pasa a mí hoy con los santos del calendario. Me dejo de fantasías y hagiografías y te lo digo sin dar más vueltas, sin coger más olas: Nave 9, Bilbao, sesión nocturna con Runaway Lovers de primero y el estreno en Euskadi de Supertubos, una banda que está, al parecer, recogiendo halagos que llegan desde mucho más lejos que su Cantabria natal. En Navidad estamos ya casi, pero calores le entraron a alguno y alguna con tanto baile.
A lo que iba: nos dijeron que fuéramos para luego contarlo aquí y eso es lo que vamos a hacer ahora, empezando por orden y sin más concierto que el que dieron las dos bandas.
Que te presente yo ahora a los Runaway Lovers, estando como estamos en Bilbao, es como si vamos a París y te intento sorprender llevándote a ver una torre de hierro muy chula. Al lado de la Nave 9, está la grúa Carola, y, enfrente, el famoso tigre. Pues los juntas con estos, y ya tienes una cosmogonía bilbaína. Empiezan, creo, con “Déjame cantar”, que saben que les vamos a dejar porque nos gusta que le hagan homenajes a Chuck Berry - “Viva viva rock’n’roll” – y a la “Betty Joan” de The Nitemares, que ellos transforman en su éxito “Flequillón”. Ésta llegó casi al final y Carlos Beltrán, por primera y casi única vez, pidió protagonismo, acercándose al borde del escenario para puntear. Por lo demás, los Runaway Lovers hicieron lo que tan bien saben hacer: recorrer el amplio espacio musical del rock de raíces, dándole al twist, al doo-wop, al rock’n’roll, al boogie y al garaje sin ambages ni temblores de pulso. Hubo una tendencia a bajar las pulsaciones, precisamente, y se le dedicó el guiño a Nacho, “que le gustan las baladas”, explicó Santi Delgado. Alguien pareció protestar y con una sonrisa se defendió: “Vaya, para una vez que transijo…” Una de esas, precisamente, fue “La playa” y tras ella dijo el cantante y guitarrista que igual se proponían hacer una gira tocando solo lentas. También tocaron “Un triste rock and roll” y “18 tatuajes”, creo, que igual me equivoco. Lo que tengo claro es que hubo contraste, con momentos más álgidos y excitantes, y ahí metería, por ejemplo, “Boogaloo”, dedicada al cuerpo de baile, y se dijeron un montón de nombres de chicas que no recuerdo; una “Tabardillo twist” que tiene categoría de himno y que también se dedicó, esta vez, a Gorka Mirantes, “rey del tabardillo”, dijeron; o “6 Jersey 6”, en cuya letra se nombra a mucha gente, gente que conoces porque, probablemente, tengas sus vinilos en casa. Cuando fueron a tocar “Bilbao”, Santi Delgado lo preguntó: “¿Bilbao?” Y lo explicó dirigiéndose al público: “Es que no vemos el setlist”. Al final, soltó la coña: “Me dan ganas de decir Donosti” y alguno le reprendió. También cayeron “Me enamoré” y “Madonna”, por ejemplo, y se volvió a preguntar por Nacho antes de regresar a las lentas. Una, al final, dijeron que tenía “un título cojonudo”, y creo que era algo así como “Rafabilly Boogie” y a este se la dedicaron, si no me confundo, además de a otro par de pinchadiscos. “Ha sido una frivolité”, comentó Santi Delgado, y se vio muy esforzado a un Unai al que le dedicaron el concierto entero: “Me caéis de puta madre”, anunció Santi Delgado interactuando con nosotros, “pero el concierto está dedicado a Unai”, y apunta a su batería, “que nos ha salvado el culo una vez más”. Y es verdad que no estaba allí sentado Ricky Ibáñez.
Cierran con “Soy un Runaway lover” y un grito final de agradecimiento: “¡Sois todos unos Runaway lovers!” Son las once y media y ya han terminado. No me preguntes por qué, pero me fijo en que la pandereta es naranja y que todos ellos llevan calzado negro menos Carlos Beltrán que va conjuntado con su guitarra roja. No la tocaron, pero ya cantaron hace tiempo aquello de “voy de negro y estoy muy orgulloso”, aunque sean solo los zapatos, pienso, y mi abrigo también es negro, pero sigo sin quitármelo que voy a salir fuera a respirar.
De vuelta al interior, encuentro vacía mi esquina y allí me quedo, como si estuviera apostado en una casamata. Observo con curiosidad la rutina de los músicos en su hábitat natural. El técnico va yendo de un lugar a otro con su tablet, como estos que buscan monedas con un detector de metales cuando abandonas la playa al final de un día caluroso de agosto, y ellos le sonríen o le levantan un pulgar o le dicen algo. Le lleva más tiempo con Jorge, al que sabemos que apodan Stereo, porque el guitarrista rítmico susurra al micrófono: “Jorge Stereo, el hombre de los mil cacharros” y se ríe y a fe que lo será porque además de los teclados, los ánimos, las sonrisas, los gritos y las palmas, también tocará la guitarra y el pedal steel. Todos están esperando, en la otra esquina, a que termine el contrabajista, que tiene reluciente su instrumento, pero algo le pasa con lo que lleva de fondo. No le meten prisa, pero él la siente y desiste: “Dale”, murmura poco convencido. Y le dan.
Solo hay un micro en el escenario y no lo utilizan mucho. Tiene poco volumen y no lo necesitan, porque son una banda instrumental, que hace surf, no sé si con tablas también, pero con los instrumentos musicales, seguro. Y bien. A la tercera dicen que es la primera vez que tocan en Bilbao. Luego chincharán un poco a su teclista pluriempleado: “A Jorge le tenemos atareado”. O presentarán “Hamburgo 61”. También usarán el micrófono para dedicarle una canción a Javier Zaitegui, “aunque solo sea por ser nuestro aguador”, que no fue solo eso, porque también recogió el contrabajo, y lo devolvió después, cuando el bajista se electrificó para tocar un puñado de canciones. Por lo demás, el micrófono estaba ahí, abandonado, que no hacía falta para disfrutar de una música atmosférica y excitante, con la que son capaces de evocar diferentes humores y estados de ánimo, siempre cercanos a la efervescencia de un día de playa luminoso pero sin olvidar las tormentas que se dan en el mar. Practican un surf rock con matices más estilizados que abrazan la complejidad, y se nota en la textura de las guitarras, en los pliegues de la combinación de instrumentos, y en un baterista que atiza los parches con convencimiento. Así, se recorrieron principalmente su último disco, “The Fourth Drive”, del que, a duras penas, conseguí reconocer “Barbados Surprise” o “La cuarta ola”, pero también tocaron más, por supuesto, y de más lejos, que regresaron hasta de “La fórmula de Papini”, el disco con el que empezaron hace ya casi tres lustros. Se acabó tan rápido como las vacaciones de verano.
Y cuando volvimos fuera, también se había acabado el veranillo. Regresó el frío y el barullo de las cenas de empresa. El saborcillo a sal y el aroma a alga, sin embargo, se quedó impregnado, que, como dicen los Runaway Lovers, es lo único que se pega a tu piel: el rock and roll.
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