El concierto comienza sin concesiones, sin ningún tipo de aclimatación o calentamiento. El bajista golpea un bidón metálico violentando al público cuando no ha sonado ni siquiera un acorde y no ha sido disparado ningún sample. Por un momento parece que fuera a tocar Einstürzende Neubauten. La gente que llena el local permanece expectante al comienzo de un directo que, al menos para quien escribe estas líneas, lleva esperando algo más de dos años.
La única vez que fue he visto en directo a Somos La Herencia fue a comienzos de 2018 en la sala Costello de Madrid, junto a las bilbaínas Serpiente. La banda tocó frente a una constante proyección de secuencias de la película El color de la granada. Las imágenes de la película son de una belleza y fuerza suprema, lo que hizo difícil centrarse en el directo de la banda, aunque hubo varias cosas que me llamaron la atención, suficientes para comenzar a seguirles la pista. Dos años después llegó “Dolo”, su primer y gran LP, y al de pocos días también llegó el estado de alarma, lo que impidió al grupo poder presentarlo en condiciones. Por fin, en el último tercio de 2022 aterrizan en Bilbao, su primera vez, y me ponen frente a frente con unos de los discos estatales más interesantes de aquel fatídico año.
Tras los golpes metálicos comienzan con “Un nuevo idioma”, tema que abre “Dolo”, para seguir con “Parque de Atenas”, cuya atmósfera me parece de las más logradas del disco. Siendo este uno de los aspectos más relevantes del grupo, el de la atmósfera que crean en cada tema, resulta una pena que en directo se pierdan matices, seguramente debido a las limitaciones técnicas del local y a las dificultades de reproducir todas las texturas del disco. “Cuero Rojo” suena dura y con la cadencia de una procesión nocturna de Semana Santa, tan angustiosa que ahoga. Llegados a este punto, tirar de referencias de grupos de post-punk de los 80, del catecismo de lo oscuro, sería lo fácil. Aun siendo evidente que algo de eso hay, Somos La Herencia beben de muchos otros sitios, también de aquello que se denominó witch house, con especial presencia de sus adorados Salem. La brutalidad, el tránsito de la fragilidad al estallido, la nebulosa de sentimientos y las presencias espectrales son evidentes guiños al ahora dúo del medio oeste estadounidense.
La ausencia de telonero hace que, quizás, al público le esté costando exteriorizar lo que le provocan los estímulos que recibe desde el escenario. Gonso parece notarlo y pregunta un sincero “¿Os está gustando?” desde el micrófono, que es respondido por una contundente y cálida afirmación. Y es a partir de ahí cuando el sonido se vuelve más compacto, más empastado, la banda suena mejor y quienes estamos enfrente lo disfrutamos mucho más. Es ahí cuando la atmósfera marca de la casa se adueña del local y de los presentes, cuando todos habitamos la misma dimensión espectral. Ni siquiera una rotura de cuerda y su consiguiente parón consiguen romper el hechizo. Quizás solo hacía falta eso, que Gonso se convirtiera en un predicador salido del cinturón de la biblia y arengara a las masas desde su púlpito. Las líneas de bajo, el tiroteo constante de samples, la percusión, la violencia del bidón golpeando el escenario, las letras, todo acaba formando un unidad que envuelve al público, se introduce en su sistema nervioso y deja un poso de futuro incierto, que no de pesimismo ni melancolía, con el que tenemos que lidiar una vez muere la música.
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