Con el inicio de siglo, y tras su andadura con Whiskeytown, Ryan Adams se imponía como el nuevo niño bonito dentro de esa parcela destinada a acoger alt-country, americana y rock clásico. Un estatus finalmente vilipendiado por adicciones, un carácter ególatra y complicado, y las consabidas acusaciones de conducta inadecuada, además de por unas obras que, después de tocar techo, parecieron quedar reducidas a una discografía tan extensa como meramente aceptable. La excusa de esta gira peninsular que ha tenido paradas en Barcelona, A Coruña y Madrid era, precisamente, recuperar el debut en solitario del de Jacksonville, aquel “Heartbreaker” (Universal, 00) con el que saltaron todas las alarmas en torno a un músico superdotado dentro de sus coordenadas estilísticas. Un cuarto de siglo después, Ryan Adams prometía conciertos en los que recuperar la referencia en formato íntimo. La mecha de la nostalgia (y la esperanza) prendió y el cartel de entradas agotadas quedaba colgado hace tiempo en la plaza de Madrid.
El protagonista de la noche aderezó su entrada luciendo un traje clásico de tres piezas acompañado de bastón que fijaba su imagen, otrora roquera y algo desaliñada, en una mezcla entre psiquiatra de postín, Truman Capote y profesor de la universidad de Oxford. Primera sorpresa y consiguiente baño de masas, tras saludar y pasearse varios minutos por el borde del escenario para recibir la ovación. A partir de entonces comenzaría la odisea de Ryan... y del público que abarrotaba el céntrico Teatro Coliseum. Adams sigue siendo un excéntrico de libro; seguramente también un egocéntrico convencido, además de un tipo peculiar en extremo y de humor cambiante, capaz de manifestarse como borde insoportable y seductor encantador casi en el mismo minuto. Y, por supuesto, es un genio. Compositivo e interpretativo. Todo eso (y bastante más) quedó refrendado a lo largo y ancho de tres horas plagadas de contrastes, idas y venidas del autor, y dualidades evidentes.
El argumento principal de la primera parte del espectáculo quedó focalizado en la prevista revisión de “Heartbreaker”, con el orden algo modificado con respecto al original y recreaciones impagables de “To Be Young (Is To Be Sad, Is To Be High)”, “My Winding Wheel”, “Amy”, una “Oh My Sweet Carolina” dedicada a su hermano fallecido, “Bartering Lines” o “To Be The One”. Todo entreverado con divagaciones y discursos más o menos (o nada) acertados que cortaban de raíz ritmo y magia, además de elementos externos como la recolocación de los fotógrafos tras los primeros temas, la (esperada) bronca a aquellos que usaban el móvil, o esa pedida de matrimonio que tuvo lugar sobre las tablas. Y sí, entre la bruma, puro sentimiento germinando a borbotones, en una interpretación descarnada y plagada de matices en su propia desnudez, sobre todo a un nivel vocal escalofriante. Porque, en efecto, a pesar de la parafernalia que el músico se empeña en añadir al espectáculo, Adams sigue brillando como ese tesoro que, de tanto en cuanto, emerge al amparo del conjunto de lámparas que dejan el escenario casi en penumbra, aportando el mismo tipo de calidez acogedora y familiar que el espectador busca en sus composiciones.
Lejos de cambiar dinámicas, la segunda parte del espectáculo no hizo sino remarcar las especificades del asunto, con el músico capaz de lo mejor... y de lo no tan bueno. También en ese arte de apropiarse de temas ajenos que con frecuencia domina a la perfección, y que la pasada velada quedó concretada en una magnífica “Not Dark Yet” de Bob Dylan al piano, la apreciable “Shame, Shame, Shame” de Jimmy Reed y una chirriante “I’m Waiting For The Man” de The Velvet Underground, en uno de los escasos momentos eléctricos y distorsionados en los que el vocalista se acompañó de batería y bajista. Por el camino, una casi irreconocible “New York, New York” (de nuevo al piano), o las valiosas “Dear Chicago” y “To Be With You”, además de “When The Stars Go Blue” y una “Come Pick Me Up” como cierre del círculo (y del espectáculo).
Tres horas de manifiesta calma tensa en las que Ryan Adams fue Ryan Adams. Una manifestación de todas sus facetas y personalidades desarrolladas en torno a una especie de (auto)exorcismo perpetrado sin tapujos ante un público que, en un concierto tan errático e imprevisible como el propio autor, no pudo sino escarbar con determinación hasta seleccionar esas gemas que llevarse de recuerdo. El premio a tal empeño, eso sí, fue de tal calibre que casi hizo parecer que todo había merecido la pena.
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