La luz muere para que rujan los motores y los graves se sientan más potentes. Un séquito de hombres-moto sale al escenario con la cabeza agachada y coreografía medida. Los rugidos de los motores siguen bramando por todo el recinto y se mezclan con los que surgen de las gargantas de los presentes. La invocación surte efecto cuando entre los coreógrafos vestidos de negro surge ella, el objeto del deseo de quienes abarrotamos el BEC. Enfundada en un vestido rojo y con un casco de moto con cuernos cual diablo, como no podía ser de otra forma, se yergue decidida, poderosa y desafiante, más que dispuesta a dirigir el rito.
El concierto arranca con “Saoko” y sigue con “Candy”. Empezar arriba y seguir subiendo parece ser la máxima. La propuesta es sencilla en apariencia, pero efectiva en su resultado. La diabla vestida de rojo y un grupo de bailarines vestidos de sobrio negro. En el fondo apenas aparecerán elementos a lo largo del concierto. Nada más. Quizás esa es la mayor demostración de la calidad artística de Rosalía, o que los focos son para ella y para nadie más, por muy heavys que se sienta su peso. No hay músicos porque la única música es ella, capaz de llevar adelante un concierto de 33 canciones y casi dos horas de duración.
En los laterales del escenario uno de los puntos fuertes del espectáculo: dos pantallas verticales que retrasmiten lo que ocurre sobre el escenario con una realización medida al detalle, con planos y movimientos de cámara que elevan la ceremonia a una dimensión cinematográfica. Abajo del escenario miles de pequeños focos de luz intentan inmortalizar cada momento, atesorar en baja calidad el simulacro del simulacro. Los dispositivos que recogen el momento y lo suben directamente a las redes también parecen querer sustraer la energía de Rosalía, robarle una migaja de su poder, de su presencia.
El bolo avanza y cada tema es una mutación, una fase en el proceso de metamorfosis de la artista, donde podemos ver el vuelo libre de las mariposas. Desgrana todos los temas de su último disco y cada uno de ellos exige un registro diferente. Hay lugar para la pasión desmedida vestida de rojo y para las más sentidas e íntimas, enfundadas en una cola negra interminable. Rosalía se mueve como un incendio donde las llamas parecen no tener orden. Nada más lejos de la realidad. Cada cambio es una decisión meditada, pero también un riesgo. Un incendio bonito “porque todo lo rompe”. Pasa de mostrarse desafiante, a empatizar con el público. Nos hace desear ser ella y luego se mezcla entre nosotros para demostrarnos que es una más, o que también podemos ser ella. Resulta ser un espejismo cuando vuelve al escenario y se erige por encima de todos y de todo. Dirige a sus esbirros que bailan a su son, la adoran y se postran a sus pies cuando ella quiere. Los convierte en moto y los conduce a placer. Toma aire en contadas ocasiones y sigue avanzando como un vendaval. En un momento se sienta sobre una silla de maquillaje y se quita todo el trampantojo de la cara, se corta las trenzas y se suelta el pelo. Es una muestra de la mortalidad de la artista. Tras la diva hay uno de nosotros. O eso queremos creer.
El directo de Rosalía es un relato del deseo, del anhelo de todos y cada uno de los que estamos aquí. Queremos ser ella en cada una de sus formas, en todas las fases de sus metamorfosis. Queremos ser ella cuando mira desafiante, cuando desborda chulería y confianza en sí misma, cuando se muestra puesta para el derroche. Pero también cuando se muestra vulnerable y se rompe, porque sabemos que volverá a resurgir más poderosa aun. Porque si está en esto es para romper, para seguir metamorfoseándose, para ser todas las cosas. Para ser ella.
Y rompió, como lo atestiguan las emociones dibujadas en las caras de la gente, en las conversaciones a la salida que se alargaron hasta el día siguiente. No descubro nada si digo que lo visto en el BEC es puro espectáculo, una representación alejada de la realidad. Sigo sin descubrir nada cuando afirmo que lo más interesante, el riesgo real tanto en la vida como en el arte, siempre ocurre en las sombras. Pero a veces, y solo a veces, bajo los focos más potentes también se pueden vivir experiencias que nos permiten abrir la puerta del deseo.
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