Regresaba el mayor abanderado del legado pinkfloydiano, cinco años después, con otro mastodóntico montaje, en esta ocasión denominado "This Is Not A Drill". El listón estaba en lo más alto tras su última gira, por lo que reinventarse con éxito y seguir sorprendiendo, en esa liga en la que Roger Waters no compite más que consigo mismo, era sin duda un reto mayúsculo.
Desde las imponentes pantallas, suspendidas sobre un innovador escenario situado en el centro del recinto, se enviaron los primeros mensajes a los presentes: “si eres de los que dicen que te encanta Pink Floyd, pero no aguantas el rollo político de los conciertos de Roger Waters, puedes irte a tomar por culo al bar”. Nada mal, como declaración de intenciones y advertencia de lo que se avecinaba. Eso sí, sólo en inglés, como todas las demás consignas bombardeadas durante las siguientes dos horas y media.
Empezó la música con una deslavazada “Comfortably Numb”, mientras muchos nos sentíamos algo descolocados. No sólo se mutilaba el épico solo de guitarra de la canción de "The Wall", sino que se nos privaba de la visión del escenario con las pantallas, que se limitaban a emitir imágenes apocalípticas. El sonido, muy potente pero escasamente orgánico, llegaba a parecer pregrabado.
Afortunadamente, las pantallas pronto se elevaron, dando paso a “Another Brick In The Wall”. Así quedó al descubierto un escenario central en el que, inevitablemente, los músicos se iban turnando en dar la espalda a cada una de las cuatro orientaciones de la grada que les rodeaba. Pese a la evidente dificultad que ello suponía a la hora de conectar con la audiencia, la estudiada rotación de posiciones compensó en buena parte el inconveniente. Mientras, sobre sus cabezas, la espectacularidad de las imágenes hacía el resto.
Tras la fase inicial dedicada a "The Wall", Waters redobló su conocida apuesta por politizar el espectáculo, convirtiéndolo prácticamente en un miting. Para ello, empezó por apoyarse en temas de su carrera en solitario como “The Powers That Be” o “The Bravery of Being Out of Range”. Acusar sucesivamente a todos los últimos presidentes de los EE.UU. de ser criminales de guerra, compartir crudas imágenes de inocentes tiroteados en Irak o manifestar su apoyo a Julian Assange, entre otras consignas, puede resultar excesivo para algunos en un concierto de rock. Sin embargo, en favor de Waters, cabe señalar que sabe encajarlo perfectamente en el hilo conductor que hilvana su repertorio de directo, así como con la experiencia audiovisual que lo acompaña. Por contra, el largo y tedioso monólogo, más o menos improvisado, que soltó antes de “The Bar”, enfrió el ambiente y cortó el ritmo de forma incomprensible.
Volvió la excitación al foro con una selección del álbum "Wish You Were Here", que incluyó un logrado y emotivo homenaje al añorado Syd Barret. A continuación, y como única referencia a "Animals", una potente “Sheep”, amenizada con una oveja gigante voladora que sobrevoló el interior del recinto, dio paso a un descanso de veinte minutos.
Se reanudó la liturgia con más "The Wall", incluyendo una atronadora “Run Like Hell”. Y, por supuesto, con nuevas consignas políticas y reivindicativas. Sí a los derechos humanos, no al antisemitismo… ¿en respuesta a las acusaciones de la mujer de David Gilmour vía Twitter? Probablemente no, pero imposible no pensar en ello.
Los momentos más álgidos de la velada llegaron con la sección dedicada a "The Dark Side of the Moon". El guitarrista Jonathan Wilson dio un paso al frente al asumir tareas vocales en “Money”, mientras el casi octogenario Waters aguantaba el tipo sin realmente esconderse tras su excelente y numerosa banda en ningún momento.
No obstante, y cuando parecía que íbamos a volver a casa con muy buen sabor de boca, llegó otro discurso capaz de amuermar al más pintado. Por más razón que tenga en arengar a Joe Biden y Vladimir Puttin, no deja de ser una lástima interrumpir de esta manera el subidón que provoca siempre escuchar en vivo “Brain Damage” y “Eclipse”.
Redimiéndose un poco tras ese reincidente desliz, Waters nos obsequió con un final retransmitido desde las puertas de los camerinos, con los músicos en corro tocando en formato acústico “Outside The Wall”. Una idea original que funcionó y que, una vez más, nos llevó en pocos minutos de la cara oscura a la cara brillante de Roger Waters.
This Is Not A Thrill, por tanto, es otro espectáculo extraordinario, impulsado por Roger Waters, que una vez más reivindica a lo grande el inmenso legado de Pink Floyd. El problema es que presenta más puntos débiles y altibajos que sus predecesores. No olvidemos que está anunciado como tour de despedida, por lo que es una última oportunidad para vivir una experiencia tan singular. Quienes lo hemos hecho en unas cuantas ocasiones, sin duda, lo echaremos de menos de ahora en adelante; pero, con toda probabilidad, más por las visitas anteriores que por ésta.
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