La liturgia que siguen los conciertos de Roger Waters trascienden la experiencia estrictamente musical. Ya sucedía así cuando lideraba Pink Floyd, por lo que ahora, cuando le tenemos de nuevo girando en solitario, no cabe esperar menos de quien fuera el genio creativo tras los álbumes más exitosos de la banda británica. Y aunque es cierto que sus fans, ante todo, ansían una reconciliación de Waters con sus ex-compañeros, espectáculos como el que presenciamos en el Sant Jordi consiguen mitigar ese deseo. Respaldado por un magnífico sonido (cuadrafónico de 360º), una gran pantalla bombardeando imágenes cuidadosamente seleccionadas (entre ellas un pequeño homenaje a Syd Barret), impactantes trucos escénicos marca de la casa y una numerosa banda capaz de reinterpretar el repertorio floydiano con precisión milimétrica, Waters, además de brillar en su labor vocal y cumplir empuñando su bajo o con la guitarra acústica, pudo mostrarse comunicativo, repartir sonrisas e incluso despedirse con un “visca Barcelona”. De esa inesperada forma, puso punto y final a dos horas y media que se habían iniciado con dos platos fuertes (“In the Flesh” y “Mother” de “The Wall”). El resto de la primera parte se había nutrido de temas emblemáticos de álbumes como “Wish You Were Here”, “Animals” o “The Final Cut”, así como de un par de referencias a la carrera en solitario de Waters. Tras un descanso de quince minutos, llegó el anunciado repaso de cabo a rabo a “The Dark Side Of The Moon”, trabajo mítico donde los haya, tanto por el aura enigmática que le envuelve, como por sus impresionantes cifras de ventas acumuladas a lo largo de los años. Y ya en los bises, nos esperaba un mini-set dedicado otra vez a “The Wall”, una forma infalible para cerrar el concierto. Pondríamos algún pero, pero no los hubo. Eso sí, puestos a pedir, rogaremos para que se consumé la reunión de Pink Floyd.
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