Cierran una de las arterias principales de la ciudad para el acceso de prensa, trabajadores y artistas. Los ‘transfers’ van por allí a toda velocidad, ligeramente separados del suelo. Como si atravesaran una urbe del futuro, sin habitantes. Por encima de un puente, hordas esperan, avanzando a paso ‘zombie’. Guarda semejanza con la imagen de apertura de “The Walking Dead”. Pero sin caballo.
Son fechas de Rock In Rio Lisboa. De una capital congelada. Tras un parón por la pandemia, el festival se ha retomado con ganas: 140.000 personas pasaron por el evento en su primer fin de semana. Dos jornadas dispares, la primera con mucho rock, la segunda sin rock, pero con un denominador común: el neón.
La Cidade do Rock, recinto en el centro de la capital portuguesa que acoge el festival, es un parque de atracciones de las marcas comerciales. La epilepsia fotosensible tuvo su momento de auge entre padres y madres con Pokémon, que generó avisos en la mayoría de entradas de sus juegos. Haría falta un letrero de este tipo a las puertas del lugar. Hay una tirolina que atraviesa el recinto. Matt Berninger, cantante de The National, que ofreció un bolo canónico, sin vino mediante, se refirió quienes la usaban como “ángeles”. “Esto es increíble, sobre todo los ángeles que pasan mientras canto”, compartía el sábado, ya con el sol durmiendo. No sólo hay asistentes voladores. También hay decenas de casetas. A cuál más llamativa. Es imposible no pendulear entre ellas como un Bender borracho, literal. También había un Bender borracho.
Además, el suelo –arena glasé y hierba seca– se levanta de las corredizas de la gente para conseguir los artículos gratis que se ofertan. Eso hace la experiencia todavía más etílica. Preservativos, patatas, compresas, etc. Todo ocupa tanto que los accesos quedan en nada, se hacen hasta peligrosos. Es un juego de Lego montado sin orden ni perspectiva. Concursos y parafernalia hacen que cueste llegar al hueso: la música. Aún así, Bombino combate con sus guitarras entre anuncios gigantes de hotel. No es fácil en el contexto, pero lleva a un viaje de ruido en el que nos sumergimos en la medida de lo posible.
Algo parecido conseguían The Black Mamba, flamantes representantes lusos en Eurovisión con su rock canónico. Pese a verse en un escenario-encerrona, la tarima estaba tan hundida en una de las puntas del parque que el sonido se quedaba en las primeras filas, consiguieron captar la atención. Pasaría lo mismo durante el fin de semana con las propuestas españolas, Izal y Miss Cafeína. Estos últimos, con menos público, pero con mucha música y entrega que ofrecer. Pop electrónico con estribillos eficaces y ganas de llegar a la audiencia que tenían frente a ellos. Lástima que les tocó bailar el domingo con una de las actuaciones más multitudinarias al otro lado del parque: David Carreira, mucha batucada y efectismo, una especie de representante de OT primera generación, pero algo más tribal y coreografiado. Además jugaba en casa, claro. Y después vino la diosa Ivete Sangalo. El domingo todo fue una gala de sábado noche en una televisión pública. Color, voz y cuerpo de baile. Una propuesta integrada, de excelentísimos músicos. ¡Carnaval!
El domingo tuvo protagonistas femeninas. Noticia. Porque el sábado no hubo siquiera mujeres en el cartel. En la segunda jornada, la misma Sangalo o Ellie Goulding, estrella inglesa con tres temas como tres soles, pero con carencias en el repertorio al completo, reivindicaron que Rock In Rio no se estanque en 1985 (año de nacimiento de la franquicia) en cuestiones de género. Eso sí, el segundo fin de semana no promete más paridad –habrá que revisar eso de cara a futuras ediciones–: Duran Duran, A-ha, Post Malone o Jason Derulo. Y eso que está demostrado que en la diversidad está el gusto: Iza reventó el escenario que había hecho pasarlas canutas a Izal y Miss Cafeína con su mezcla entre Bad Gyal y la fuerza de una Xena, la princesa guerrera versión R&B. Potencia.
El recinto tiene un punto fuerte: se hacen muchas piernas en él. Es un montículo lleno de subidas y bajadas. En uno de los valles se encuentra el escenario principal. Con una visibilidad ideal desde cualquier ángulo y con unas peanas de sonido que podrían mandar un mensaje a otra galaxia. O al pasado. Paradigma: Liam Gallagher, que abrió fuego el sábado vistiendo voz inmaculada y un equilibrio ideal entre nostalgia noventera (“Rock And Roll star” o “Wonderwall”) y nuevos azúcares añadidos (“Everything’s Electric” o “More Power”). La actuación del fin de semana. Con respeto de la primera media hora de Muse. Salieron con sus llamativas máscaras para asimilarse con el recinto, y, bajo un chirimiri incómodo, elevaron las temperaturas con esas guitarras espaciales y pirotecnia que lleva ya unos años caracterizándoles. A mitad del bolo se acordaron de los teclados, y a pique.
No tanto como Black Eyed Peas. Cabezas de cartel del domingo, ofrecieron la ratio más alta de vergüenza en relación a altos ‘hits’ que ha pisado un escenario. El trío original se dedicó a medio rapear sobre las bases, solo bases con algo de maquillaje de una guitarra, de sus emblemas (“Pump It”) y novedades (“Don’t You Worry”). Pero se les vio demasiado funcionarios, con la apatía de un lunes en la oficina. Ante más de 50.000 fieles. Fergie, tomaste una buena decisión.
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