Empezar una crónica pidiendo perdón por el titular no es de entrada una buena idea. Y a buen seguro que es algo que estará penalizado en algún manual del buen periodismo. Pero es que un concierto de Rammstein es una de esas experiencias tan acogidas al tópico, que resulta imposible no tirar de un recurso de entrada algo facilón. Si a eso le añades que la lluvia se empecinó en calarnos hasta los huesos, ya lo tenemos: Bacanal de agua y fuego. Dos elementos contrapuestos que sellaron su alianza al ritmo de los marciales riffs de los alemanes. Pero vayamos a cuando empezó todo.
Si uno tenía a bien fijarse en la curiosa hora de inicio que indicaba la entrada - las 19:59h (sic) - empezaba a comprender que, nada en el universo Rammstein, está sujeto a las normas que rigen el resto de giras. Sin embargo, pasadas las ocho de la tarde, largas colas de gente enfundada en chubasqueros de múltiples colores, serpenteaban todavía en el exterior, aguantando de forma estoica un aguacero inclemente que parecía no importar a nadie. Al fin y al cabo, había que demostrar que estábamos convocados para rendir culto a una banda dura como un panzer, que salió con cierto retraso, descendiendo en una especie de gran ascensor desde lo más alto de su enorme escenario. Todo ello precedido por varias columnas de un espeso humo negro, y con la obertura del "Music For The Royal Fireworks” del compositor alemán Georg Friedrich Händel como telón de fondo. Es decir, la épica grandilocuente en funcionamiento desde el minuto uno.
Y a partir de aquí el infierno en la tierra. O lo que es lo mismo: un verdadero festín de metal industrial con denominación germana, interpretado con una precisión, volumen y nitidez tan apabullante que incluso pudiera parecer grabada de antemano. Ni un solo fallo, ni un respingo, ni una mala nota. Todo en su lugar y a su tempo con una disciplina y marcialidad que, de nuevo, rayaba el mismo estereotipo al que hacíamos referencia al principio. Y puestos a hablar de tópicos, pues lo esperable: enormes flamaradas, petardos, chispas y mucho confeti negro para hacer de la noche algo memorable que explicar al día siguiente en la oficina, sin que por una vez te tilden de exagerado. Porque todo es a lo grande en un show de Rammstein, y todo debe ser disfrutado como tal: el número del carnicero caníbal y el caldero en “Mein Teil”; el viaje en lanchas neumáticas tras interpretar al piano “Engel" el dúo francés Abèlard en el pequeño escenario central; el enorme cañón móvil de espuma en “Pussy"... En definitiva, todos esos trucos escénicos que hacen que la gente disfrute, sin que quedaran deslucidos por culpa de la lluvia. Porque, todo hay que decirlo, como buenos y aguerridos teutones, a los miembros de Rammstein no les importó empaparse o, lo que es peor, llevarse un buen calambrazo frente a la que estaba cayendo. Y todo ello a la par que seguían el coregrafiado y medido guión de su show, con la profesionalidad del que ha convertido su propuesta musical en un espectáculo para las masas. Con todo lo bueno, pero también todo lo malo que eso conlleva.
Rammstein son, a día de hoy, todo un fenómeno en el que la música queda sometida al poder del show. El ejemplo más arrogante y definitivo de shock-rock actual. Género que empezó con Screamin' Jay Hawkins y continúo con maestros de la teatralidad como Alice Cooper o Kiss, y que ha adquirido una dimensión tan titánica como megalómana con los alemanes. Toda una maquinaria de generar ingresos, que podrá girar y girar sin descanso, mientras el cuerpo les aguante a sus fortachones protagonistas. Eso, siempre y cuando no sean clonados en el futuro, que en su loco y apocalíptico mundo todo puede suceder. Así que, marginados los prejuicios y aniquilados los principios, démosle la bienvenida al gran circo del metal industrial y qué dure lo que el público sea capaz de aguantar. Y visto lo de anoche, parece no tener límite ni fecha de caducidad.
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