Era esto querer. Como canta de manera desgarradamente bella en esa canción que debería ser deseada y soñada por cualquier cantautor que tuviera pasión y amor por este oficio, “Como iba yo a saber”, sí, era esto querer. El amor de un autor por sus canciones, pedazos desgajados directamente de su vida, por muy duros que fueran, para trasplantarlos a las nuestras. El amor de un músico por los músicos que le acompañan, y a la vez el de éstos hacia unas canciones que son capaces de crecer hacia el gigantismo en sus manos. Y el amor de un público que, independientemente de un número que todos desearíamos mucho más elevado, ovacionaba entregado cada nota, cada frase, cada gota de sangre.
Porque Rafael Berrio ofreció en Bilbao un concierto que rozó, y arañó, lo sublime. Casi dos horas sobre el escenario con motivo de la presentación de su último trabajo, “Paradoja”, que sirvieron para repasar buena parte de su larga trayectoria, siempre minoritaria, siempre en los márgenes, pero siempre brillante, inquieta e inquietante. Casi dos horas de pura belleza, como anticipaba ese comienzo con “Melancolía”, de su vieja banda Deriva, en donde grita a pleno pulmón aquello de “belleza, cuánta belleza, belleza, amargura mía”. Porque en Berrio, lo bello camina por senderos muy distintos al significado que a esa palabra le otorga una sociedad bienpensante, satisfecha de sí misma, engreída. Lo bello puede fácilmente adquirir tintes existenciales, y todos sabemos que las existencias intensas, las vividas con los ojos del curioso, del inquieto, no siempre transcurren bajo el sol de la apacibilidad. Y sin embargo, lo bello en Berrio alcanza la comprensión y añoranza hacia los “Santos mártires yonkies”, que destila Lou Reed por los cuatro costados, el seco, cortante y eléctrico destino de “Yo ya me entiendo”, la cruda y tremenda “Mis ayeres muertos”, los imparables juegos de guitarra de “Niente mi piace” o el puro sexo cantado, la lascivia que desprende “En lo mórbido”. Canciones que deberían ser algo más que un simple pretexto para que uno se aventure en su disco, “Paradoja”.
Rafael Berrio distribuyó el concierto en tres fracciones, dos con banda y una central en solitario, pero las tres eléctricas, las tres densas, intensas. Una banda que sabe hacer crecer esas canciones sin sobrepasarlas, con unos Rafa Rueda y Joseba B. Lenoir a las guitarras espléndidos, certeros, insuflando distorsión y digitación pero sin emborronar o saturar las canciones, y un Fernando Lutxo Neira al bajo y Felix Buff a la batería en perfecta sincronía rítmica. Y Berrio, atípico siempre, aprovechó su pase en solitario para presentar a la banda sin la presencia de ésta, consiguiendo incluso resaltar el papel que habían adquirido. Y ese pase en solitario se tornó en sí mismo un paseo por su propia vida, la del “Simulacro”, la dedicada a “Las mujeres de este mundo”, la de “El animal que has sido”, la que dejaba visos del cantautor de callejón, el que bebe de Lou Reed, el que bebe de Jim Carroll.
La electrificación a la que ha sometido su último disco enlaza perfectamente con las canciones que recupera de sus aventuras con Amor a Traición y Deriva, que amplifican la injusticia cometida con ambas por un público que las arrinconó, pero alcanza también a las incluidas en sus dos trabajos anteriores a “Paradoja”, “1971” y “Diarios”, que pasan de la desnudez a la exuberancia sin perder un ápice de su belleza pero tampoco de su ponzoña. Y en el bis juega a las diabluras que desde Velvet Underground llevan a Television en una sobrecogedora “Quítame la mano de encima” y termina con el intenso canto a la desaparición física de “Inanimados”.
Agotador. Una de las consecuencias de querer absorber cada verso, cada nota, de uno de los escritores, de los músicos más hipnóticos de nuestro país. Aunque la mayoría se lo esté perdiendo.
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