El crepúsculo de los ídolos
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El crepúsculo de los ídolos

6 / 10
José Carlos Peña — 13-06-2017
Empresa — Live Nation España S.A.U.
Fecha — 12 junio, 2017
Sala — La Riviera, Madrid
Fotografía — Mariano Regidor

Si hace unas semanas contemplábamos boquiabiertos en el vetusto recinto madrileño el improbable milagro de la resurrección de una banda enterrada (The Jesus and Mary Chain), anoche tocó vivir el otro extremo. El inevitable y doloroso ocaso. La ironía es que se trató del grupo cuyo líder fue batería original de los Mary Chain. Cosas del destino.

Hubo un tiempo, no hace tanto, en que nadie tosía a los escoceses. Se subían al escenario de cualquier festival (o sala) y la liaban parda. Ya podía estar Bobby medio ido (siempre, parte del show) que eran una potentísima trituradora de rock. De esta manera, a dentelladas sobre las tablas y recorriendo los festivales de medio mundo sin dar un bolo mediocre, prolongaron el impacto de dos discos de época, “Vanishing Point” y “Xtrmntr”, que, al filo del cambio de siglo, habían reflotado a un grupo empantanado en el revival rockero de “Give Out But Don´t Give Up”: Resaca cazallera, complaciente (y estupefaciente) del mítico “Screamadelica” con el que pusieron de acuerdo modélicamente al rock pantanoso de los Rolling Stones del 69 con Madchester y sus derivados.

La tarde empezó gélida -el aire acondicionado del recinto ayudaba lo suyo-, con los barceloneses Holy Bouncer poniéndole mucha voluntad a su rock sureño ante una parroquia raquítica. No es que después la cosa se arreglara mucho en cuanto a asistencia: dolía ver La Riviera a medias, siendo generosos -¿resaca del Primavera Sound, lunes tórrido poco apetecible en Madrid?-. Puede que, simplemente, a Primal Scream se les haya pasado el arroz y el personal lo huela. Dura ley de vida.

Y eso que la cosa empezó prometedora, con la demoledora “Swastika Eyes”, cumbre de la colisión de desafío rockero y electrónica con mala hostia que patentaron e hicieron mejor que nadie en el cambio de siglo. Sin el poder de demolición de antaño, pero con casi todo en su sitio. La bajista Simone Butler pone carisma y tablas en la ingrata tarea de meterse en los zapatos de Gary Mounfield, aka Mani, que durante años se convirtió en alma del grupo -no puede ser casual que la era dorada de la banda coincidiera con sus servicios-. Desde ahí arriba, no obstante, los Primal Scream de 2017 ofrecen un set irregular al que le cuesta Dios y ayuda coger ritmo, alternando canciones de su repertorio más convencional (“Jailbird”, “Rocks”, “Country Girl”) y soul desinflado, con píldoras de “Screamadelica” y alguna parada curiosa y efectiva en su reciente y sólo apañado “Chaosmosis”, del estilo de “100% or Nothing”, puro Sisters Of Mercy circa 1987. Lo cual no sé si, a estas alturas, es un elogio.

Con una única guitarra -Andrew Innes, tocado con su sempiterno sombrero de playa, quizá en memoria de los buenos tiempos de Benicássim-, el sonido nunca adquiere la contundencia aplastante de tiempo atrás. Y Primal Scream no están diseñados para sutilezas. Gillespie, mirada perdida como acostumbra, balbuceos ininteligibles entre canciones salvo la humorística dedicatoria a Cristiano Ronaldo, lo fía casi todo a la complicidad de sus acólitos: las canciones se alargan en tópicos parones en los que, una y otra vez, invita al respetable a dar palmas o a corear en supuesta comunión góspel. El escaso público, entregado desde el primer minuto, responde de maravilla. Hay momentos en los que la ceremonia colectiva prende. El que tuvo retuvo y las canciones están ahí -especialmente, momentos de “Screamadelica” como “Movin´ on Up”-. Pero la banda nunca termina de despegar y Bobby está como casi siempre: demacrado, hierático, simpático y vocalmente discreto. A centímetros de la auto parodia. Sin una banda que le lleve en volandas.

El show no se alarga (apenas trece canciones con el bis), pero el respetable no se queja demasiado, todo un síntoma. Una pareja madurita baila al final de la sala vacía mientras el grupo interpreta como segundo bis “Come Together”, banda sonora de toda una generación, y Bobby replica por encima el cántico futbolero “Oé oé oé”, con el que el entusiasta público había reclamado su salida. Los incondicionales que llenan el primer tercio del recinto disfrutan como enanos. No sé bien por qué, pero la estampa me lleva a la melancolía. O sí lo sé, en realidad. El crepúsculo de los dioses.

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