No acabode entender lo que ocurre en esta publicación. No me malinterpreten,amo a Portishead, sus canciones, sus ambientes, esos chirridos con aromaa viejo acetato que tanto les gusta usar, su magia. Vamos, como todo elmundo. Desde el fan más militante hasta el chupatintas másrelamido. Lo que no entiendo es cómo un servidor acabó reseñandosu segundo disco y ahora se vea volcado a firmar esta crónica. ¿Serála respuesta el que mola mucho apuntar eso de que son un grupo impresionantey escurrir el bulto a la hora de emitir juicios de valor al respecto? Noexiste nada más bochornoso que huir de la propia opinión yeso es algo que, con los de Beth Gibbons -peligrosamente quebradiza, perocapaz de reproducir en directo hasta el más mínimo detallecon que nos obsequia en estudio- y Geoff Barrow -muy grande en todos lossentidos-, viene siendo muy habitual. Mierda, ¿No está lagente hasta las narices de los líderes de opinión? ¿Anadie le fallaron? ¿Por qué el público se les entregóde antemano? ¿Ni uno solo de los presentes acabó hastiadode tanta dulzura y crudeza a la vez, de tanto intimismo, de un sonido tanpulido y perfecto? Un servidor disfrutó lo indecible, se emocionópor momentos e intento incluso compartir su alegría, pero echóde menos aquel comentario sagaz que calificase a Portishead de aburridoso cualquier cosa por el estilo. Porque cuando dos mil quinientas personasacaban opinando lo mismo de un concierto, cuando nadie discrepa, cuandonadie se preocupa por imponer su opinión, o los protagonistas rozanlo divino o quienes se sintieron defraudados no tienen cojones para hacerseescuchar, es que algo va mal.
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