Pixies fueron una de las piedras de toque inexcusables de aquella explosión del indie-rock detonada a lo largo de la década de los noventa, en base a esos cuatro discos –“Surfer Rosa” (4AD, 88), “Doolittle” (Elektra, 89), “Bossanova” (Elektra, 90) y “Trompe Le Monde” (Elektra, 91)– convertidos (en mayor o menor medida) en clásicos. Por eso, cualquier visita del grupo a nuestro país (sobre todo si se ubica más allá del festival de turno) deriva en acontecimiento de viso obligado para los aficionados de la vieja guardia, alistados una y otra vez para el reencuentro con los de Boston. La excusa era, en esta ocasión, la presentación en directo de “Doggerel” (Infectious, 22), último álbum de estudio del combo, cuarto ya de su segunda etapa y (seguramente) el mejor de la misma.
Los norteamericanos tomaron el escenario del WiZink Center para perpetrar un concierto que, aunque desarrollado sin pausa, bien podría desarmarse en tres partes. La velada comenzó con un tramo bien recibido y pensado para caldear el ambiente en progresión (y, en realidad, a los propios músicos), que contó con temas como “Cactus”, “Vamos”, “Ana”, “Brick Is Red” o “Here Comes Your Man”, primera celebración masiva de la noche. A continuación llegó ese tramo que la formación suele reservarse como capricho, en este caso conformada por multitud de temas de “Doggerel” (Infectious, 22). Igual da, en realidad, porque los niveles de intensidad continuaron inmutables y, a pesar de lógicas diferencias, el hechizo se mantuvo gracias a gemas del elepé como “There's a Moon On”, “Vault Of Heaven”, “Haunted House”, “Get Simulated” o “Dregs Of The Wine". Además, quiénes somos nosotros, pobres mortales, para tirar de intolerante ingratitud y negarles a los protagonistas la posibilidad de defender su obra más reciente. Por su parte, el último trecho del concierto derivó en la esperada apoteosis, copada por una secuencia del todo rodada y que incluyó metralla tan violentada como “Hey!”, “Wave Of Mutilation” (reprise incluido), “Isla de Encanta”, una descomunal “Debaser”, “Bone Machine”, la (apropiada) revisión del “Head On” de The Jesus & Mary Chain, “Caribou” o “Where Is My Mind?”. Pero, como hubiera resultado demasiado obvio acabar con la ultra radiada pieza, Black y compañía se decantaron por la versión del “Winterlong” de Neil Young como cierre.
La velada resultó presidida por un gran sonido, conjugando potencia y agresividad con una limpieza de formas que permitía recrearse en cada uno de los elementos de esta extraña ecuación. Joey Santiago continúa siendo un guitarrista impagable, casi imposible, que aporta con cada movimiento que ejecuta, mientras que David Lovering cumple tras la batería amparado por una aparente discreción que, en realidad, esconde una parte indispensable de la fórmula; Paz Lenchantin ha conseguido –con pericia y carisma a partes iguales–, que casi no se eche de menos a Kim Deal al bajo (única pieza original que, por supuesto y dada su mala relación con Francis, ya no milita en la banda), refrendando lo acertado de su fichaje; El propio Black Francis estuvo enchufado tras el micro y, solo al final, mostró una voz algo afectada por el esfuerzo. Todo en un concierto desarrollado con austeridad y necesaria aspereza, sin adornos ni poses de cara a la galería, obviando cualquier tipo de empatía con el público, maniobra esta que, de hecho, hubiera resultado chirriante y casi obscena para con el motivo único por el que estábamos allí. Un contenido que es razón única de ser del grupo, y que apunta a esas canciones extrañas y casi amorfas, de giros imposibles, ritmos mutantes y partes marcadas en extremo que, sobre las tablas, resultan hipnóticas, seductoras e imposibles de esquivar. Las mismas que nos llevan acompañando toda la vida y regalan melodías eternas, entreveradas con ramalazos de visceralidad marciana.
Los seminales Pixies regalaron casi dos horas de actuación ininterrumpida (tan generosa como habitualmente imprevisible dado lo extenso del catálogo y su caprichosa personalidad), durante la que se homenajearon a sí mismos, así como a aquellos seguidores que crecieron escuchando una música deliciosamente rara que casi nadie más parecía entender y de la que nunca nos desprendimos. Su figura se erigió, en lo que en esta ocasión fue una abrumadora muestra de fuerza, como la de la banda reverencial (y referencial) que son, confirmando estatus pero también su absoluta vigencia. Todo, en base a un concierto espléndido y de arrasadoras consecuencias, de esas que dejan un tipo de poso tan arduo que solo llega a asimilarse del todo con algo de tiempo.
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