Como cada comienzo de curso volvía Pim Pam Ville, el festival nacido al abrigo del Nébula que nos hace un resumen del sonido que puede escucharse en una de las salas emblema del rock underground de la ciudad. Tras una edición anterior con el cambio de recinto que los traía de la Plaza de Los Burgos a La Ciudadela, el cartel a priori se presuponía menos atractivo por no contener artistas más reconocidos por el público. Sin embargo, como en los festivales con personalidad, bastaba una pequeña investigación para advertir que la calidad del mismo no había decrecido.
En el momento de cambio de ciclo sanitario en el que nos encontramos, asistir al Pim Pam Ville es un acto de fe. Primeramente, por la dificultad que entraña permanecer más de cuatro horas sentado en una silla, sin poder levantarse, con mascarilla y sin poder socializar más allá de tus compañeros de espacio. Además, la abundante programación, tanto gratuita como de pago del verano pamplonica, ha hecho que quién más quien menos haya suplido las carencias de ver música en directo. Es por esto por lo que comprar una entrada en las condiciones restrictivas en la que nos encontramos debería ser motivo para cuidar al público mejor de lo que lo hacen los integrantes de seguridad del recinto. Es comprensible la dificultad de establecer unas medidas férreas para que el asunto no se desmadre, pero las formas en ocasiones con la gente que decide apostar su tiempo y dinero en una tarde de música deberían de ser más cuidadosas si queremos que la apuesta por la cultura continúe.
Hecha esta crítica constructiva vamos con el contenido. El festival se dividía en dos jornadas. Abrían el viernes Broken Brothers Brass Band. Los pamplonicos se han convertido por derecho propio en el “gumbo” de cada banquete conciertero que se precie. Muchísimas tablas para una banda de vientos que es algo más que eso; soul, funk, hip hop y hasta alguna jota se cuela en la música de esta brass band de espíritu combativo. Funcionando a la manera de un colectivo, tiraron de artistas con su mismo credo como Moisés No Duerme, las “broken sisters”, Ibil Bedi y Chill Mafia. Estos últimos, luciendo la vena punk que les caracteriza. Si como dicen el ayuntamiento les veta, ellos se cuelan por una rendija para presentar el último tema "Barkhatu" con Ben Yart y Hofe.
Anari Alberdi se presentaba con banda al completo siendo seis sobre el escenario. Su música nunca ha sido la de grandes recintos pero el suyo fue concierto intenso y de los que dejan poso. Como las buenas contadoras de historias fue presentando cada uno de sus temas, acompañada por una banda muy bien acompasada con un Xabier Etxeberri y su violín haciendo aumentar el cariz emocional de temas como “Epilogoa”, “Orfidentalak” o “Harriak”. Una muy buena versión de “Vinu, Cantares y amor “de Nacho Vegas en la parte final deja claro el alto lugar que ocupa la artista de Azkoitia dentro del cancionero euskaldun.
Tras una larga espera llegaban para la parte final Guadalupe Plata. Venían a presentar el disco en colaboración con Mike Edison, Ex Pleasure Fuckers. “The Devil Can’t do you no harm”. Ensimismados en esa suciedad bluesera, el show tuvo momentos muy lineales en los que sin embargo se podía diferenciar claramente los temas de sus anteriores trabajos frente a este nuevo álbum. “Sepientes Negras” y “Huele a Rata” siguen siendo piezas ganadoras, pero no pudieron llegar al triunfo y conectar con la audiencia en lo que era ya una fría noche en La Ciudadela.
La jornada del sábado se antojaba más larga si cabe por contener cinco artistas dentro del cartel. Abrían Brecha presentando su primer disco autoeditado titulado “La Muerte” con una propuesta que bebe del folclore popular. Temas como “Los Huecos” o el ritmo bolero de “Devenir” fueron una buena presentación del festival que estaba por venir. Verde Prato tomaba el relevo en el escenario de Ciudadela. En la nueva ola de folclore traído al presente de otros artistas como Baiuca o Rodrigo Cuevas que resaltan los elementos geográficos tradicionales, la artista de nombre misterioso funciona en este caso en la otra dirección, haciendo del minimalismo su mayor baza. Con el único acompañamiento de teclado y voz, la música de Verde Prato es de una más difícil digestión que las anteriores propuestas citadas. Sin embargo, una vez entrado en ese cancionero etéreo de lo que una vez alguien llamó witch house, la atmósfera y la deconstrucción del folclore euskaldun de la artista tolosarra puede llegar a transportarte gracias a esa voz tan diáfana y las modulaciones que realiza. Artista a seguir.
En la misma estela de apego a la tradición, pero con otras coordenadas geográficas, Ashley Campbell ofreció un precioso concierto de raíces country acompañado por una banda formada por Germán Carrascosa y Claudia Osés al violín. Dando muestras de simpatía desde los primeros acordes, el concierto de la hija del countryman Glenn Campbell fue un precioso compendio de canciones de patio trasero en los que no dudó en echar mano del banjo en la parte central de su concierto. Varios fueron los rescates de la gran familia del country. El “Lovesick Blues” de Hank Williams, “Jolene” de Dolly Parton, “White Frey Liner Blues” de Townes Van Zandt y una preciosa “Gentle On My Mind” de la pluma de John Hartford que llegó a inmortalizar Elvis en “From Elvis in Memphis”. Una delicia.
Les Lullies tienen la fórmula del rock and roll. Una pócima que une la crudeza de sus guitarras y la energía desbordante en directo. Lo que ocurre es que esa fórmula que lleva adelante el cuarteto francés se antoja repetitiva en un show de una hora y para un público sentado. A diferencia de los conciertos en sala, a Les Lullies les penaliza un escenario abierto con una platea llena de sillas. Habrá que esperar a verlos en una situación prepandemia para disfrutarlos y sudar porque su concierto fue como una sesión continua con poca distinción entre temas.
Para cerrar el festival, Les Big Bird aparecieron cuando ya pasaban las 12 de la noche y llevábamos más de 4 horas sentados viendo música en directo. Con un sonido que comenzó de manera deficiente, la banda sueca cumplió sin mucho lustre con una propuesta que bebe tanto de la electrónica como del shoegaze. En la parte final del concierto unas primeras filas hacían un conato de levantarse y bailar y se montaba un pequeño altercado con los miembros de seguridad que no fue a más.
Así terminaba otra edición de Pim Pam Ville, un festival que busca no desaparecer del calendario de conciertos combatiendo las restricciones sanitarias y ofreciendo año tras año nuevos descubrimientos que el público curioso agrade. El que viene será el de bailar y gritar libre de ataduras y el esfuerzo de esta edición tendrá premio. Los que acudieron a La Ciudadela lo merecen.
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.