De las cenizas de los nunca suficientemente valorados Autumn Comets –uno de esos nombres que pasaron a engrosar la lista de banda patrias cuya obra y milagros merecieron mucha más suerte y atención– nació Pena Máxima. La iniciativa surge de la necesidad de expresión creativa latente en Pablo y Julián P. Campesino, elemento que prácticamente les obliga a volver a hacer una música que merece ser paseada por los escenarios. Tras aquel debut titulado “Un camino corto” (Récords del Mundo, 23), “Crudo” (Repetidor, 24) vio la luz en el tramo final del pasado año, manifestándose como un trabajo sólido que cabe entender como consolidación definitiva del proyecto.
El álbum en cuestión es principal instigador de la nueva y generosa gira planificada por los hermanos, la misma que tenía en el escenario del Avalon Café de Zamora la primera de sus paradas. Unas tablas que el dúo conocía de anteriores visitas con cualquiera de sus formaciones, y sobre las que ofertaron uno de esos conciertos sinceros e inmersivos que, carentes de adornos y pretensiones, dejó un magnífico sabor de boca. La dupla cuenta con un filón en esos cambios de ritmo que manejan con maestría, nervio, pedales y precisión instrumental, y que, en la práctica, se convierten en santo y seña innegociable de Pena Máxima.
Es la habilidad de los madrileños para pasar con naturalidad (e hipnótica intensidad) del slowcore al shoegaze, en una secuencia que materializa las enseñanzas bien aprendidas y entreveradas de Low, Codeine, My Bloody Valentine, Red House Painters o Slowdive a lo largo y ancho de canciones como “Una casa ardiendo”, “San Juan”, “Flores al entierro”, “Ropa vieja y plantas nuevas”, “Un pensamiento”, “Golpe de amistad” o esa digna versión del incunable “When I Go Deaf” de los propios Low con la que finalizaron actuación, justo después de aunar en un cierre mayúsculo las espléndidas “El monstruo final” y “Un esfuerzo”.
Pena Máxima parecen, a estas alturas, ajenos a cualquier otro elemento que no sea el artístico, lo que parece otorgarles una libertad determinante cuando de ofrecer un concierto sentido y sincero se trata. Es así, en base a la misma esencia de todo esto, como generan una empatía que no hace sino crecer con el paso de los minutos (sesenta fueron suficientes), arrastrando al oyente hacia su mundo de distorsiones, precisión y tenúe belleza. Un logro consensuado a pesar de esa gentucilla que se empeña en pagar una entrada con la única intención de contarse sus aburridas miserias a voces, mientras cualquier atisbo de respeto hacia público y artista brilla por su ausencia.
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