Con todo el papel venido desde hacía semanas. Así llegaba un icono como Paul Weller a su cita con el público madrileño, tras ofertar dos conciertos previos en Bilbao y Vigo y antes de partir rumbo a Barcelona para cerrar su gira peninsular. Los que habían acudido a alguna de esas dos fechas avisaban de que el ex líder de The Jam y The Style Council se encuentra en plena forma, completando conciertos de lo más satisfactorios y de poco menos de treinta canciones. Y, efectivamente, los rumores resultaron ser del todo justificados. Con rigurosa puntualidad y tras la actuación de Toflang –tan correcta como algo descafeinada en su papel de teloneros–, Weller y sus siete acompañantes tomaban el escenario de un local abarrotado para el reencuentro con el mito.
Con la intención de dar forma a estos conciertos, el británico se ha rodeado de una excelente banda que incluye doble percusión, saxofonista y, por supuesto, al excelente guitarrista y fiel escudero de Weller desde hace más de dos décadas Steve Cradock (de Ocean Colour Scene). Por su parte, la presencia artística y física de modfather resultó imponente desde el principio, sito en el centro de su escenario con un polo de intenso color rojo potenciando aún más el magnetismo en torno a su figura. Tratándose de un tipo que cuenta con una carrera ininterrumpida durante cuarenta y cinco años y más de una treintena de álbumes entre todos sus proyectos, es obvio que la selección del repertorio dejaría diferentes niveles de aprobación entre los asistentes, en función de las preferencias de cada uno de los presentes.
El firmante de esta crónica, por ejemplo, echó de menos mayor presencia de singles noventeros, con la bella “Wild Wood” casi como única parada. Más allá de favoritismos personales, lo cierto es que los músicos apostillaron un concierto impecable, mientras que el poderoso y cuidado sonido que guio toda la velada volvió a echar por tierra el mito de la mala acústica de La Riviera, en donde parece claro que todo depende de las habilidades de artista y técnico para adaptarse a las especificidades de la sala. El caso es que el de Surrey apostó por una selección en la que supuraban prioritariamente sus perennes influencias soul, tomando ventaja también no pocos medios tiempos (“All The Pictures Of The Wall”, “Hang Up”, “Fat Top”, “More”), exquisitos en su mayoría y de esos que hubieran deslumbrado (aún) más al amparo de un teatro.
También hubo espacio para un generoso picoteo de entre trabajos recientes (“I'm Where I Should Be”, “Cosmic Fringes”, “Village”, “Saturns Pattern”), entreveradas con recuperaciones de clásicos de The Style Council (“My Ever Changing Moods” soltada a la pimeras de cambio, “Headstart For Happiness”, la celebradísima “Shout to the Top!”, “It's a Very Deep Sea”). Una selección a la que añadir (en el tramo final) “Start!” como único guiño a The Jam, y que, en alianza con “Peacock Suit”, cerraba de forma apabullante el grueso de un concierto protagonizado por un Weller enérgico, disfrutón y apoyado en esa voz esplendorosa que rugía con arrogancia juvenil. Los generosos bises finalizaron con la explosión de felicidad que supuso “A Town Called Malice” de The Jam, con su impacto original intacto y mientras Weller la interpretaba a ojos cerrados, cabe suponer que disfrutando de lo eterno de su legado.
Paul Weller es un artista con más de cuatro décadas de carrera a sus espaldas, durante las que ha evitado caer en la auto caricatura, reinventándose en su justa medida para, reverenciando el clasicismo de sus formas, resonar contemporáneo con orgullo y convencimiento. Su última visita a La Riviera madrileña certificó esa vigencia atemporal del tótem británico, en un golpe de auto ridad perpetrado a lo largo de dos horas copadas por mayoría de tiempo efectivo y en base a tanto músculo como impoluta elegancia. Sin descanso, sin síntomas de cansancio, y dejando tras de sí los ecos de un señor concierto.
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