Hablar de tu primer festival después de años de sequía en los que no solamente ha pasado el tiempo sino que –y aunque parezca mentira son dos cosas diferentes– te has hecho mayor, trae de la mano una dosis de disociación con la realidad objetiva: no es fácil sobreponerse a la sequía de forma racional. El madrileño Paraíso fue también uno de mis últimos festivales antes del parón. 2019 se abría paso con fuerza, quizá demasiada, todo iba muy deprisa y era complicado entender lo que sucedía. En el último Paraíso se veía todo desde un prisma distinto a lo que ha sucedido este año.
El Paraíso 2022 ha sabido reencontrarse con la realidad festivalera –un evento hedonista, musical, vital– después del Paraíso perdido de los dos años anteriores. El entorno, en el campus de Ciudad Universitaria, lleno de árboles, de sol y sombra, de vida, y el emplazamiento, a pocos minutos del centro de Madrid (los taxis al cierre no se hicieron esperar), ayudan a que todo luzca más, que siente mejor.
Más allá de los extras ambientales, de que todo el mundo –artistas, gente de la industria, público– estuviera en los mismos conciertos y zonas sin distinción de pulseras; de la rapidez de las barras –para fortuna de mi yo festivalero, para desgracia de mi yo del día siguiente– y de que –y esta es una sensación puramente subjetiva– sintiera que todo el mundo estaba pasándoselo realmente bien, el Paraíso trasladó a un fin de semana el anhelo del tiempo pasado. Lo importante de los festivales, amigos, es el equilibrio entre buenos artistas y buen ambiente. No hay opción a un buen festival con la mitad de los carteles que se ven por ahí y, por otro lado, los carteles con aglomeraciones de estrellas ya extintas, de las que solo queda su recuerdo se olvidan siempre –siempre, repito, siempre– del público. Paraíso 2022 ha logrado el ansiado equilibrio.
Chico Blanco abrió las puertas a una fantasía a la que asistieron hasta los organizadores; rusowsky y Ralphie Choo (qué voy a decir de ellos si al volver a casa el viernes por la noche le pedimos al del taxi que pusiera "VALENTINO" en repeat) llenaron el festival en menos de veinte minutos porque las resacas duran lo que se esconden los alicientes; Pional en b2b con John Talabot cogieron fuera con el paso de los minutos y nos brindaron un cierre de locos que duró mil horas y donde seguiría yo todavía si no hubiera tenido que levantarme al día siguiente para escribir esta reseña. La Flaca, única referencia abiertamente reggaetonera del festival, empezó un set que prometía ser legendario, con las primeras filas perreándole a las vallas y al aire y la gente corriendo a por las últimas copas del festival a la barra de al lado para no perderse el siguiente hit, por eso sorprendió tanto que a mitad del set abdicara del perreo y cerrara el festival en el Escenario Nido dejando al público boqueando como un pez al que lo acaban de sacar del agua.
Baiuca vio penalizado su show por su propia popularidad. El Escenario Jardín se le quedó pequeño al gallego y, a pesar de que no vino con el combo completo, funcionó a la perfección. No había hueco ni para pestañear, eso sí. En general, la jornada primera fue más dada a las sorpresas por la propia naturaleza de los artistas y por la naturaleza del cronista. Muy agradables fueron las de Jeremy Underground y HUNEE, aunque a este último lo tuve que abandonar a la mitad para el B2B de Javi Redondo y Álvaro Cabana. Quizá haya sido demasiado descriptivo, al final en un festival (y en casi todo, ¿no?) lo importante son las sensaciones. La mía es que el Paraíso muda la piel de festival a fiesta para quien quiera, que se puede uno pasar el mejor fin de semana en meses sin necesidad de ser un experto en electrónica ni den las diversas tendencias del género. No salgan de aquí, eso sí, sin abrazar su pecado original. Esto (el festival) y lo otro son dos cosas absolutamente recomendables.
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.