El título no se me ocurrió a mí, que todo hay que decirlo. La inspiración le llegó a otro, al que tenía al lado. Al parecer, lo hizo a través, eso me dijo, de la lucidez repentina que irradió el cante de Juana Chicharro. Las chicas me lo chivaron, que yo no me había enterado, y me dijeron: “ya tienes título.” Y, qué ostias, lo tengo, ¿por qué no? Es perfecto: recoge muy bien lo que pasó allí dentro, este sábado pasado. No fue un milagro, pero con la mierda que llevamos encima, hasta lo parecía: viejos amigos y nuevas amigas, mucha algarabía, rock en vena, y nadie allí parecía estar pasando ni hambre ni sed ni pena de la que amarga. Además, no era aquello una misa ni estábamos en una montaña a orillas del mar de Galilea, pero ¿hay algo más parecido a un reverendo metodista en pleno rapto revivalista que Rioja cantando “Back to Nature”? Además, intentó pescar un bonito con la cuerda rota de su guitarra, que para algo es de Bermeo. Yo así lo veo. Y también veo que la introducción me está quedado muy larga y no he dicho nada y debería haber empezado por el principio, así que dejémonos de milagros multiplicadores y de títulos prestados y vamos a ello.
Lo que se multiplicaron fueron las sonrisas, los dedos que invocaban delirios mirando al techo, muchos y buenos empujones con cariño y, sobre todo, la transpiración sana y deseada. No se soplaron velas, pero se sudó más que la cera de un cirio en vigilia. Era el cumpleaños de la eterna resurrección de Los Paniks, que hacían veinte años bien llevados como banda (especial aquí) y le dijeron ¡vente! a los vallecanos Juana Chicharro, ¡que vamos a montar un sarao! Y se montó. Eligieron un remozado Mendigo Aretoa, con las paredes pintadas y sus afanadas y simpáticas currantes siempre al callo, que, con eso, ya no se puede pedir mucho más. Que fuera así todos los días, yo pedía, pero eso es mucho pedir, que ni con intervención divina.
Los primeros en subir fueron los visitantes. Con su arte y simpatía, se llevaron un buen empate a domicilio. Lo del fútbol no es gratuito, que tuvo su pequeño hueco en el concierto. A uno le pillé de reojo y a escondidas mirando en flashcore.es como iba el Athletic, pero el verdadero momento futbolero fue cuando la Juana, en uno de esos intervalos copleros que van dándole aire al concierto, dejó a un lado la vida y obra de Concha Piquer y le dio al lolololo de los cánticos forofos. Lo hizo con tanto entusiasmo que casi se entalla la coronilla en el clavijero del bajo. Y lo hizo tan bien que hasta el que me chivó el título se puso a vitorear gritos de ánimo al Rayo. Yo le miraba asustado y, cuando lo advirtió, me dijo qué con los hombros y le pregunté: “pero si a ti no te gusta el fútbol, ¿no?” Le dio igual y siguió saltando: “Así sí. Este Rayo sí.” Un Rayo Vallecano y otro de esperanza.
Y yo la tenía puesta, la esperanza, digo, en contar, por fin, un concierto bien, por orden y al detalle, pero va a ser que no. Ya he empezado por la mitad y así sigo, saltando bancales. Os cuento que los otros dos entreactos copleros sí que trajeron copla, destacando una con la que la Juana nos abrió los ojos al descubrirnos que, en realidad, el rock and roll lo inventaron en Andalucía. Se cantó a pleno pulmón el “Rock & Roll Gitano” de Paquito Jerez. Sus socios, al final, acompañaron taconeando el tablao.
Aunque no vaya por orden, digo, eso sí, que abrieron y cerraron con esa canción-conversación en la que se dirigen al público y presentan a la Juana, lo mismo que luego se despiden preguntándote si te lo has pasado bien. Sus tres compañeros ya estaban allí puestos, dándole a los instrumentos, cuando salió la Juana bien elegante con la camiseta del supermercado ese, riñonera, gafas blancas de sol y una peineta que luego usaría lo mismo para abanicarse que para rasgar las cuerdas de su guitarrista.
Empiezan fuerte con un clásico, “En la Celsa”, y ya anda Juana por la cañada, bajándose a remojar los tobillos en el río bravío del público. El punk y el flamenco siguen amancebándose en “Rayito”. Se pone ella en el centro con esa rotación de mano que hipnotiza y canta lo de “las penas vienen y se van” y así como vinieron, de verdad, que se empiezan a ir todas, una detrás de otra, y el público se deja invocar y hasta subyugar. A esas alturas, ya está la suerte echada y ni en el gigantesco bingo de Alcorcón podríamos haber hecho más fortuna. La próxima, dicen luego, es por fin “una nuestra, original” y se cantan ese “Insurrección” del Último de la fila en el que Manolo García parece Lou Reed. Con el “Dejad de chutaros,” la insurrección es definitiva; la agitación torera se apodera de la platea y nadie vacila ni protesta en el pogo. Al contrario, se vocifera tan bien y tan alto que hasta la Juana se sorprende y se preocupa: “he visto buena respuesta, hacéroslo mirar.” Siguen con el repertorio, bulevar arriba, bulevar abajo; entre cañonazos de navío y mucha sangre, hasta que llega el momento de soñar por el sureste de Madrid y encadenan de la misma “Yo soy tu sombra”, “Mariví” y, por fin, “Sueño vallecano;” es decir, todo su Sueño vallecano. En la primera, mezclan a Los Nikis con la Velvet Underground y, en directo, la alargan un minuto porque el bajista acuclillado y el guitarrista echándose hacia atrás parecen disfrutar agonizando las notas. “Mariví” te da ganas de vivir allí o así. Y vamos llegando al final. Anuncian una versión de su grupo preferido de Bizkaia (después de Los Paniks, por supuesto, que lo advierte el guitarrista). Vuelve la Juana al suelo para cantar un “Mucha policía, poca diversión” de Eskorbuto que podrían haber cerrado mejor, pero lo que cerrarán bien es el bolo completo con “El caso del hombre serio y formal,” que ya es tanto de los Desechables como de ellos mismos.
Quedaba más, claro. Y había mucha expectación. Los Paniks eran los auténticos protagonistas. Eran los William Holden, los Kirk Douglas del día. Habían recuperado hasta a Toshiro Mifune para el parche de la batería. Todo estaba listo para el cumpleaños, así que… al grano. Tampoco aquí voy a ser ordenado. Por un día, podría, que el baterista le sacó una foto al setlist para hacerme más fácil el día después, pero, al final, voy a hacerlo enrevesado.
Porque algo pasó. Yo lo viví así, que igual es cosa mía. Pero vi un meollo, un momento clave que estuvo, más o menos, entre “Fire of Love” y el “Baile del Karramarro”. En la versión de Jody Reynolds vía The Gun Club, a Rioja se le jodió una cuerda. Tuvo que cambiar de revólver, pero, lo más importante, se acabó el control. Un poco después, el grito primitivo de “Colecciono huesos” caía sobre el público como lluvia alucinógena. Mikel Weller perdía su gorro verde de lana que lanzaba al infinito y le importaba poco. En “Black Music Voodoo,” Rioja se sacaba un peine diminuto y se atusaba el bigote. Definitivamente, algo había cambiado. En “El baile del Karramarro”, amarraron el barco y se lanzaron de cabeza a la tempestad. Rioja se fue por algún cerro, se llevó las manos al tiesto, pero luego volvió con el cencerro que tiene en la garganta y ya estaba: se habían quitado el yugo que se uncieron. Y parece que estoy diciendo algo malo, así que mejor cambio de párrafo y me explico:
El sonido fue perfecto. Pocos bolos de los Paniks habrás oído tan macizos y aseados, y no solo por el trabajo técnico, sino porque se les veía esmerados, concentrados, bien puestos y facultados. Rioja se daba la vuelta y se aseguraba de que todo estaba en su sitio antes de arrancar cada canción. Luego iba a su micro y se desgañitaba con precisión. No había falta de corazón ni nada por el estilo. Nunca han sido Los Paniks de aspavientos ni rizos innecesarios. Arrancan con “Jonny” y “Shot Gun Blast”. El bajo aguijonea carótidas en “Avispa”. Todo va bien. Suenan bien: apasionados, enérgicos, pero… controlados. El pulso atildado de Patxi en el platillo sostiene el misterio en “Blue Moon” y, seguido, llega la locura con “We Were 7”. Justo antes de que la cuerda se rompa, adaptan a los Dead Moon. Todo bien. Se baila. Pero había algo que parecía que les retenía. Quizás era porque el concierto se estaba grabando y querían hacerlo conforme. El lado bueno era que el sonido y la ejecución eran perfectos, pero faltaba que la cuerda se partiera.
Después de eso, lo que antes estaba siendo bueno, pasó a ser excelente. Ese comienzo vibrante de “Los valientes andan solos,” con Zala a la guitarra reventando la inercia; la entraña mineral de “I Got a Love;” el preciosismo eléctrico de “Drowning;” la trastornada belleza de “Coge el Tren.” Y, al final, el regreso a la naturaleza entre estampidas de ganado en medio de la guerra de secesión, mientras Josu Urkidi, ese saxofonista con actitud y gafas anaglíficas que estaba en una esquina pero se le oía por todo el local, se agacha para cantarle al micro colocado a la altura de la campana de su saxo y grita el nombre de su cantante mientras le apunta con el dedo como si, en realidad, quisiera alabar a aquel predicador bizco llamado George Whitefield que instigaba a los colonos durante el primer gran despertar. Para atar: yo mismo.
Ahora, sí. No hubo más. Bueno, sí, hubo pinchada en la misma sala. Hubo afterparty en el Panorama. Y no hubo Tubo. Hubo hasta esperanza de una nueva quimera: corrió el rumor de que Los Paniks iban a volver a subir y cantarían diez minutos más, con la bajista original, Maribel Ortiz de Urbina, sobre el escenario. No sé de dónde salió el rumor ni a quién se le ocurrió, pero quedó perfecto para sustentar el mito, que lleva creciendo veinte años, sin que nadie lo alimente. Al terminar el bolo, la misteriosa mascarilla abandonada en el pie de micro seguía allí. ¿Quién la puso? ¿Quién la abandonó? ¿Qué nos quería decir? Quizás nos recordaba que, al fin y al cabo, se acababa e íbamos a tener que salir fuera y seguir con la vida que nos ha tocado, olvidando los milagros que multiplicaron el gozo y las cervezas. Pero… quién sabe. Como canta la Juana, las penas vienen y se van… y Los Paniks siempre vuelven.
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