El pasado martes, la Sala Paral·lel 62 se convirtió en un túnel del tiempo. Aquellos que estrenaron festivales como el Primavera Sound a inicios de los dosmiles, que defendieron esos flequillos a lo “Submarine” y aquellos bigotes caricaturescos que más tarde acabarían tatuados en algunos dedos índices, volvían a encontrarse para llenar la sala. Y es que el concierto de Panda Bear no consistía solamente en la presentación de un disco, sino que se trataba de la congregación no oficial de una tribu urbana extinguida. Hablamos del indie más primigenio, aquel que fue desbancado por la progresiva tolerancia con lo “mainstream” y que hoy en día, aunque podría tener su lógica, se percibe, por lo menos, como una posición reaccionaria. Tirantes, camisas de flores, gorros de oso panda, la mezcla perfecta entre dulzura y arrogancia, y ante todo, una gran expectación por ver a uno de los impulsores de aquél oasis tan efímero.
Antes de que la música de ambiente se esfumase, un chaval con una sudadera azul, arremangada y algo desgastada, con un pelo grasiento y encasquetado, subía al escenario para afinar su guitarra. Apenas alguien se inmutó, y al poco rato tres devotos cayeron en que se trataba del protagonista de aquella noche, nada más ni menos que el revolucionario Noah Lennox (Panda Bear). La reacción del artista a los primeros gritos del público y algunos saludos amables fue tan indiferente como durante todo el concierto. Esa actitud desconcertantemente distante, que estaba tan normalizada hará unos qince años, se sentía por primera vez tierna y entrañable, como una vieja postal en un cajón de recuerdos.
Al poco tiempo, el artista, junto a su banda, volvía al escenario para romper el silencio con “Ferry Lady”, un tema desértico y psicotrópico perfecto para adentrarse en el universo de Panda Bear. Con la primera canción se descubrieron unos visuales irónicos y críticos, cargados de imágenes desconcertantes y colores ultra-saturados, que maridaba perfectamente con el sonido del proyecto. Aunque el primer tema marcaba un inicio inofensivo, acompañado de otro cálido amanecer con “Defense” y culminado con “Anywhere But Here” (tema que cuenta con la colaboración de la hija del músico, quien recita un poema en Portugués que jamás querría volver a escuchar), lo que quedaba por venir iba a dejar la sala totalmente dopada.
Con “50mg” los espectadores empezaron a ascender y el show mutó en un trance generado por armonías de voces laberínticas, tempos 7/4, bucles sonoros y unas luces cegadoras que apuntaban directamente al público. La música ganó en complejidad, en capas y en experimentación, acercándose cada vez al sonido del eterno “Merriweather Post Pavilion” (Animal Collective, 2009). Por mucho que uno se resistiera, el sonido de Panda Bear acabó atravesando a toda la sala impregnando el ambiente de un aura lisérgica.
Pese a la intensidad, tanto visual como sónica del concierto, el público se mantuvo firme y tranquilo, sin mucho baile ni demasiada expresividad, generando un efecto espejo con la actitud del artista. Ahí residía la esencia del indie, en la mutua muestra de indiferencia, pero al mismo tiempo la atención, el silencio y el respeto ante la creación artística. Era una dinámica contradictoria, pero a tiempo pasado podríamos decir que quizás no estaba tan mal. Por aquél entonces, la originalidad era compatible con la seriedad y la multitud con la escucha, era un producto joven y DIY pero había cierto esfuerzo por hacer las cosas ligeramente propias.
De una forma súbita e inesperada llegó el desenlace de aquel viaje temporal con el encore “Praise” y Panda Bear se agachó sin mucho esfuerzo, pulsó el botón de off y apagó la máquina del tiempo. Back to 2025, what’s it to become?.
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