La propuesta de los finlandeses Oranssi Pazuzu constituye una gloriosa anomalía. La suya es una de aquellas extrañas manifestaciones que tanto encaja en un evento especializado en metal -clásico o experimental-, en rock psicodélico, o en un macrofestival ecléctico compartiendo cartel con grupos indie o de electrónica. Su reciente paso por uno de los primeros, el holandés Roadburn, lo dejó claro: repasaron entero su último “Värähtelijä” y, como en Barcelona, sacaron brillo a su estatus de culto –a pesar de la perenne semipenumbra de su puesta en escena–. Mucho de ello se debe a su original mezcla de elementos, sustentada en el black metal y la psicodelia, aunque podríamos añadir a la ecuación trazas de rock progresivo, noise o post-rock. El resultado es una rareza sonora a las antípodas del término accesible que, curiosamente, está derribando barreras. Su cripticismo se ha tornado a su favor, no solo por el boca oreja, sino por una producción sin fisuras y unos directos atronadores que hipnotizan, ensordecen y te levantan dos palmos del suelo. Todo a la vez.
La descarga en Razzmatazz 3, una sala pequeña pero de buena acústica, no se quedó atrás. Oranssi Pazuzu no necesitan un escenario enorme para encarrilar su sinuoso viaje sónico y desplegar sus inabarcables alas, como las que dibuja su logo. Tampoco para exponer su vasta colección de pedales, con los que modulan texturas, deforman notas y profundizan en reverbs de otra galaxia.
Abrieron su setlist con “Kevät”, de su recién editado EP “Kevät/Värimyrsky”, una melancólica y creciente pieza ambiental de seis minutos –algo corta para la media de la banda–, repleta de acoples y matices drone que funciona perfectamente como intro. Prosiguieron con varios temas del citado “Värähtelijä”, como “Saturaatio”, penetrante e intensa; la tribal e hipnótica “Lahja”; o “Havuluu”, con elementos post-rockeros, jazzísticos y black metal dialogando entre sí. Recuperaron una guitarrera “Vino Verso”, de su anterior “Valonielu”, y cerraron con “Vasemman Kären Hierarkia”, ruidista y catártico opus de dieciocho minutos.
Por su parte, Cobalt abrieron la velada con menos ambición, quizás, pero resultados igualmente noqueantes. Más directos y brutales en la mordida, su primitivismo convive con cambiantes estructuras que dotan de atractivo aquello con lo que otros se limitarían a repetir patrones una eternidad. Por algo su último “Slow Forever” fue unánimemente considerado uno de los mejores discos de 2016.
Un doble cartel de lujo de los que no abundan –como sus protagonistas– y que resulta doblemente gratificante experimentar en las distancias cortas. El culto sigue creciendo.
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