El Palau Sant Jordi da vértigo; encumbrados muros que hospedan más de dieciséis mil butacas en toda su circular extensión logran quitar el hipo ante tanta inmensidad. Uno se acoquina con cada paso que da; un desastrado desliz y destozolarse está asegurado. Erigido con el objetivo de aposentar gran parte de las disciplinas de los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992, el cincel de Arata Isozaki le otorgó una flexibilidad que la ciudad no tardó en aprovechar. Con la cancha aumentando la capacidad de asistentes a dieciocho mil, solo los grandes pueden con su calibre. Internacionales, grandes nacionales y pocos, muy pocos, nombres en catalán. Entre esos elegidos están Oques Grasses.
Ahora bien, me pregunto si, puramente, con asistir se recibe tal morrón en el coraje… ¿Qué clase de horror debe anegar los nervios de aquellos que se suben acompañados de la colosal carga de la música y picardía del entretenimiento? ¿Cómo debe ser estar náufrago entre tanta gente y tener la canción como único salvavidas? Comprendo que esta duda es la que genera nervios a los músicos antes de actuar y que, solo con la experiencia, puede ser contestada. Este es el reto: sobrellevar la zozobra hasta llegar a puerto. Peor aún, es lo que se espera. Y Oques Grasses superaron las expectativas y el reto con elegancia. Como recompensa, codearse con la flor y nata de quienes han estampado su nombre en el estadio.
No fue un concierto de barrio o de fiesta mayor, pero se sintió la viveza y el entusiasmo de uno. Porque Oques Grasses consiguieron una conexión especial con el público, y eso es lo mejor que puede ocurrirle a un artista. Crear y mantener ese vínculo cercano e inquebrantable durante toda la noche, lejos de la frigidez de las grandes estrellas que nos visitan para no quedarse en el recuerdo. Enhorabuena, os lo merecéis.
El arduo trabajo de la banda, dilatado en diez años de currículum, a base de recuerdos, sudor y lágrimas, se metamorfoseo en una música que sonó a regalo para los oídos de todos los asistentes. Así pues, el concierto navegó a través de este hilo narrativo: otro gran acierto de la banda. Cinco capítulos que contaban la vida de la cuadrilla: desde “I Want To Break Free”, el inicio de Josep Montero cantando covers en la soledad de las actuaciones en bares musicales, hasta “Bye Bye” o la pomposidad de concertar ante la fama, pasando por “Llum fluorescent”, “Cançó de l’aire” y “Cavall Estable” desarrolladas en un escenario pequeñito ubicado detrás del control de sonido y con el fin de emular los inicios, en las mencionadas fiestas de barrio, de Oques Grasses. El auditorio extasiaba en coros, ovaciones y aplausos. Hasta camisetas y ropaje ondeaban el aire como un campo girasoles apuntando hacia la luz del escenario.
El fondeo llegó con “La gent que estimo”, final emotivo que desembocó en lágrimas por un concierto bien hecho, vítores y hurras de un público emocionado y una gran declaración de intenciones; “Nos vemos en 2024, con un nuevo álbum. Aún queda mucho de Oques Grasses”.
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