Tras una travesía en el desierto de proporciones bíblicas, el maná comienza a alimentar por fin las agendas de conciertos y empiezan a llegar las jornadas en las que hay que elegir lugar de peregrinación ante la cantidad de profetas musicales que se acumulan reclamando nuestra devoción. El sábado fue uno de esos días en que los astros se alinearon como antaño, y la oferta de bandas en directo a lo largo y ancho de Euskal Herria era realmente abrumadora; más aún teniendo en cuenta que todavía no hemos alcanzado el estatus de rebaño necesario al parecer para dejar atrás el Mar Muerto, y cruzar con nuestras furgos de gira las aguas abiertas del Mar Rojo hacia la Tierra Prometida.
En este éxodo nos encontramos de nuevo con el oasis que suponen Azken Zarata, asociación sin ánimo de lucro que lleva montando conciertos alternativos en Mungialdea desde 2009 (doy fe de que con un trato impecable en lo técnico y profesional), y que nos convocaba a su cita (aproximadamente) anual en el espectacular Olalde Aretoa, en una arriesgada apuesta con una de las bandas más interesantes e inclasificables del panorama metálico europeo (¿mundial?) como principal baza para jugar una mano complicada esa tarde.
La otra parte de la puja eran los bilbaínos The Covenant, grupo con miembros de Indix y Garena con un solo EP en su haber (“Deimos | Phobos”, Timekiller Records) y que debutaba sobre un escenario a principios de mayo abriendo para Ànteros en la Jimmy Jazz. Para esta reválida convocaron en Mungia a un nutrido grupo de amistades, entre las que se podía reconocer muchas caras habituales en los saraos doom y stoner. A pesar de que la imagen que se proyectaba detrás de la banda junto a su logo pudiera sugerir tintes de psicodelia en su sonido, la música del joven combo bebe de los mismos géneros que su audiencia y a ella iba dirigido el guiño de la camiseta en uno de los monitores, reclamando justicia foral para los Motorastola. El rito daba comienzo con una intro que según avanzaba servía de iniciación para “Nervion”, corte que sigue preceptos doomsters en su comienzo (lento, espeso, con un bajo gordo y sólido) pero que se transforma en misa negra al entrar la voz de Pablo (guitarra). Un alarido que parece provenir de los helados bosques noruegos atraviesa los graves y un escalofrío remueve nuestras columnas mientras el riff se vuelve post-metal en la repetición para pasar a la calma del post-rock cuando cesa la escarcha vocal. Desde el primer salmo queda claro que lo suyo son las dinámicas (al menos para los estándares del género que alumbraron Iommi y Cía.) y los tres mástiles se alternan a los micrófonos aportando distintos matices: Pablo, frostbitten; Güito (bajo), reverb y color; Jonba (guitarra), ira y fuego. Todavía estamos asimilando la letanía cuando golpean con “The Collapse of the Universe” y puro stoner. El polvo del desierto en los ojos y la batería de Vicu pegando con toda la fuerza de los pistones de un camión. Los más que comprensibles nervios de hallarse ante su parroquia y en semejante templo de madera les hacen entrar a destiempo (y cometer pequeños errores a lo largo de la salmodia, solventados sin mayores problemas a base de energía y temazos), pero para cuando llega otra ola de black en el segundo estribillo, ya tienen la situación controlada y muestran a las claras esa versatilidad que les dan en todo momento las tres voces, tirando hábilmente de embrague y épica a las seis cuerdas en los puentes y los distintos recodos por los que transitan sus canciones. Su ya clásico “gooooood morning, Oklahoma!” da paso a la (basada en) historia real de “Ritual” y más de uno parece conocer el pasaje, porque aquello empieza a tomar tintes de bacanal entre colegas, y el constante movimiento sobre las tablas (excepto un estático y concentrado Pablo, que sólo se mueve para pisar su pedalera y desatar a la banshee cuando se aproxima al micro) se ve contagiado en la medida de lo permitido a las butacas. “Dead Witches” deja claro por qué fue elegida como single de adelanto, empezando como un paseo por un bosque embrujado al son de una oscura nana, para pasar por los puñetazos que propina Jonba cuando canta en modo mala hostia, y terminar dándolo todo tras un rapeado nu metal a cargo Güito, break final incluido. Ovación cerrada y a partir de ahí todo va cuesta abajo: se gustan dejándose llevar por la rabia y las atmósferas versionando el “Unknown Awareness” de Kylesa, bajan el tempo a dolor con “Event Horizon” condensando todas su facetas, y a continuación nos ofrecen alguna nueva con la inédita “Extinction Rebellion” (que entrarán a grabar este mismo mes en los estudios Promete Puñal), que recuerda a Converge en la extensa “Jane Doe”y les lleva a terminarla en catarsis por los suelos modo Bannon. Para cuando llega “God’s Extinction” (o “Extinction of Cisneros”, en sus propias palabras) están tan relajados que se confunden y tienen que volver a empezarla, pero poco importa en este punto. El cuarteto ya ha cumplido sobradamente su misión, sorprendiendo a propias y extraños a base de canciones y una ejecución carente de bisoñez, demostrando que tenemos banda para rato.
Vaya por delante que me flipan Obsidian Kingdom. Su primer largo (“Mantiis”, Autoeditado) era un compendio perfecto de todo aquello que suene remotamente a extremo, y su “Perdition City” particular (“A Year With No Summer”, Season of Mist) me sigue pareciendo un disco enorme y criminalmente infravalorado. Tercer LP (“Meat Machine”, Season of Mist) y tercera oportunidad para quien escribe, una por álbum, de presenciar su show. Porque Obsidian son mucho más que una banda. Son una entidad propia que se transmuta en cada proyecto que presenta, como envuelta una crisálida unívoca y cambiante que rodea todo lo que tocan, sirviendo de catalizador para la metamorfosis correspondiente. Tanto es así, que nos reciben con un enorme telón negro que oculta toda su imaginería y que sólo retiran cuando tienen todo listo para comenzar a romper la oscuridad con samples que parecen salir del backline de Sunn O))). Nos adentramos a tientas en su factoría, una suerte de Battersea del s. XXI, y cuando ponen en funcionamiento la central eléctrica, los LEDs nos ciegan y sólo acertamos a ver el omnipresente rojo tiñendo nuestras retinas. “Meat Star” avanza como las propias tribus de Neurot, sin piedad, aplastando todo en su camino como una prensa hidraúlica. Los intrincados engranajes del charles nos trasladan al rock progresivo con un estribillo que parece entonado por Roger Waters, para devolvernos de nuevo a la cadena de montaje con aullidos que provocan Neurosis y una percusión tan primitiva como mazo y yunque. Golpes de china y trémolo anticipan los blast beats y el retorno a los orígenes de “Last of the Light”, puro black al principio para pasar a puro Pink Floyd con una facilidad insultante y la elegancia de quien viste smoking y tirantes para asistir al Club del Gore a escuchar darkjazz de rigurosa etiqueta carmesí. Con “Mr Pan” hace aparición la electrónica y otra de las influencias que permea su trayectoria: Ulver sentaron las bases del black metal para luego dar un volantazo a su carrera y abrazar la vanguardia sin categoría que siempre ha sido modelo de producción en el que invertir para los barceloneses. Jaime, de discordante amarillo y collar de perro (¿guiño al “Animals”?) al cuello, se desvela como el metrónomo del equipo, disparando los audiovisuales y sampleados además de ejercer de claqueta para el resto de miembros a las baquetas; haciendo parecer fácil ejecutar el complejo metal progresivo que vertebra un setlist que salta sin aviso previo de un disco a otro. Álex, monolítico, un derroche físico, con su bajo siempre presente y siempre con la cantidad justa de attack & release conformando ese sonido tan característico. Víctor, ataviado con una camisa vampírica y basculando sin descanso su melena y su guitarra, como el péndulo del carillón de una mansión de Bram Stoker: aparentemente simple en su ejecución pero vital para el correcto funcionamiento de la máquina. Judith en su cofa, ejerciendo de vigía para que la manada no se disperse en su camino al matadero, aglutinando el amasijo con sus sintes y pads; siempre atenta al siguiente golpe de hi-hat para no perderse en la negrura y el silencio que se hace entre las distintas etapas del concierto. Entre medias, Edgar ejerce de perfecto anfitrión, ya sea presentando amablemente las canciones, con voces limpias, o bramidos agónicos; elevando el significado de las letras hasta hacerlas formar parte del elenco, como ya hicieran Gilmour y Cía. con Orwell y su granja.
Porque, en definitiva, un cuerpo es sólo un cuerpo, solamente un marco donde pintar (color carne cruda) una identidad a voluntad, una personalidad forjada a base de tensión en este caso, llena de aristas angulosas y progresiones correosas. En su receta hay de todo y todo bien mascado: Porcupine Tree (“Naked Politics”), el trip-hop de los Massive Attack del “Mezzanine” (“Haunts of the Underworld”) o los Portishead del “Third” (“Womb of Wire”), Ulcerate (“Cinnamon Balls”), Smashing Pumpkins (“Away/Absent”)... Sorprende la cantidad de veces que vuelven la vista a su debut, pero nos dejan claro que son capaces de hilar con vetas de black todo lo que se cruce en su camino; una maquinaria perfectamente engrasada/ensangrada, marcial, al paso como los martillos de la versión animada de “The Wall”, siempre dispuesta a derribar prejuicios (musicales o estéticos) como un fallo en Matrix derriba el sistema, a tirar abajo monumentos con glitches que pasan por la tricomía RGB para abarcar el trío de espectros que alumbró Ritxi Ostáriz para el artwork de sus discos y sus proyecciones: blanco y negro, rojo y azul, sangre y amarillo. Se siente la comodidad con la que han enterrado su pasado y abrazan el futuro sin importarles el presente: Álex lo mismo toca sentado en un taburete como si estuviera en un garito lleno de humo de madrugada, que ejerce rutinas con el torso desnudo mientras revisitan ese pretérito “Torn & Burnt” en el que ya desfiguraron su propio rostro en manos ajenas. Pasan de la rotundidad de unos Amenra para adentrarse acto seguido en los pasajes ambientales de WITTR; escriben su propia distopía como un soundsystem futurista, dub y subgraves de codeína, y no puedes evitar pensar que son unos abusones, pero de esos que protegen al débil de los verdaderos matones en el patio del colegio. El antro está cerrando y hay que volver a la realidad, así que redoblan esfuerzos y suben las revoluciones de una cinta que nos lleva a un inevitable final. Llega “THE PUMP” y la presión se vuelve insoportable, la sinapsis se dispara como la de una cabeza de ganado ante la pistola del matarife, como un mal viaje de LSD ante el cual no podemos dejar de ver en Edgar la sonrisa ensangrentada de Patrick Bateman encontrando placer en nuestro sufrimiento. Y tal y como empezó, se acaba. Y no sabes muy bien qué pensar o cómo sentirte. Sabíamos que sería sólo una sombra pasajera, porque todo viene y va.
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