Nick Cave conoce demasiado bien la hondura de la pérdida. La ha experimentado en carne propia en varias ocasiones, desde amores quebrados hasta la muerte de sus padres o de amigos cercanos, algo normal cuando se van acumulando años. Aunque si una pérdida ha marcado su vida y su obra recientes es la que ningún padre o madre debería sufrir: la de sus propios hijos, calvario por el que el músico ha pasado en dos ocasiones. El fallecimiento de su hijo Arthur en 2015 definió sus dos discos anteriores, el sombrío “Skeleton Tree”(16), premonitorio hasta lo inquietante, y el triste pero luminoso “Ghosteen”(19), uno de los álbumes más íntimos y conmovedores de su trayectoria. Todas estas emociones fluctuaron puras y orgánicas, y en ocasiones a la vez, esta pasada noche en un Sant Jordi entregado y dispuesto a participar de la catarsis colectiva en la que se han convertido los recitales de Cave en la última década.
“Wild God” busca despojarse de ese rastro de tragedia, sacudiendo las penas con destellos de júbilo (el tema título) y euforia vibrante (“Song of the Lake”). Una pretensión, sumada a la confianza en sus nuevas canciones, que se tradujo en la inclusión de hasta nueve temas de su último disco en un setlist de dos horas y media en el que el australiano empapó de sudor el traje y se dejó querer sostenido por el público de las primeras filas. A todos ellos les dedicó reiteradamente el verso “you’re beautiful”, extraído de “Conversion” y erigido como hilo conductor de la noche.
Junto a él, hasta diez músicos sobre el escenario, incluidos cuatro coristas gospel y unos imbatibles Bad Seeds, con la incorporación de Colin Greenwood, fundador de Radiohead, y capitaneados en el flanco derecho por el incombustible multinstrumentista Warren Ellis, el violinista en el tejado, el vagabundo vestido de Armani, escudero fiel de Cave y sustento creativo y emocional en su turbulenta última etapa.
El concierto navegó del dolor al éxtasis, de la furia a la redención, pero el amor y la luz se impusieron. La emoción desnuda, ojos brillantes y voz quebradiza, asomó ya desde “O Children”, que el cantante presentó afirmando que “debemos cuidar de nuestros pequeños”, y reverberó en piezas de belleza doliente como “Bright Horses” o “I Need You”, en una comunión frágil y poderosa difícil de describir.
Pero también hubo rock y adrenalina. Fue el caso de “Jubilee Street”, con un crescendo sostenido hasta la extenuación y un Cave desatado, poseído por las formas de Iggy Pop, que lanzó el micrófono en varias ocasiones y extrajo chispas del piano cual Jerry Lee Lewis. El vocalista siguió desbocado, entregado a la tensión reptante y las explosiones noise de “From Her to Eternity”, en la que asomaron las manos de Blixa Bargeld, que, ironías del destino o no, tocaba esta misma noche en la ciudad con sus Einstürzende Neubauten.
La tónica expansiva prosiguió con otro clásico de los ochenta, “Tupelo”, dominada por un bajo grueso y constante como un latido, y dedicada al nacimiento de Elvis Presley, “el rey”, proclamó Cave antes de adoptar las formas de un exaltado predicador en plena crisis de fe.
La banda prosiguió con una electrizante “Red Right Hand”, una de sus piezas más populares cantada a pleno pulmón por el pabellón entero, aunque el verdadero clímax llegó con “The Mercy Seat”, otro demoledor ejercicio de equilibrio entre furia y sobriedad, con el autor arrancándose la corbata y escupiendo el mantra “I’m not afraid to die”.
La recta final del repertorio incluyó dos piezas del disco de Cave y Ellis “Carnage”(21), el etéreo tema título y una “White Elephant” de andamiaje industrial, confirmando la buena sintonía entre ambos; mientras que, ya en los bises, hilvanaron “O Wow O Wow (How Beautiful She Is)”, dedicada a la memoria de Anita Lane; la acústica rasgada de “Papa Won't Leave You, Henry” y una “The Weeping Song” culminada por toda una declaración de intenciones: “Esta es una canción para llorar, pero no lloraré mucho”.
El epílogo contradijo por momentos esa máxima, con una delicada y estremecedora "Into My Arms" interpretada por Cave solo al piano y coreada con el máximo de los respetos ante la profunda mirada del compositor, herida pero serena, de quien ha vivido demasiado. Intimidad colectiva y catarsis, una ecuación intransferible nacida de la verdad que logró convertir hasta al más escéptico. La música como bálsamo y el amor como salvación. Porque ya nada importa, sobre todo en noches como esta.
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