Hay citas, a priori modestas, que se cuelan por la puerta de atrás, casi sin quererlo, para convertirse en un momento para el recuerdo. Son conciertos modestos en los que, un tipo con una timidez nada disimulada, sale a un desnudo y parco escenario sin más apoyo que una guitarra acústica prestada (la suya desapareció en París tal y como nos explica en uno de los pocos momentos en los que se dirige a nosotros) más una voz dulce, cálida y sentida, muy sentida. Tanto como esa pasional entrega en la interpretación, a pesar de no encontrarse cómodo con un instrumento que no cesa de afinar entre canción y canción, en una especie de tic nervioso que, lejos de lastrar el concierto, confiere a su protagonista una ternura afianzada con sus canciones. Puede que su cancionero no sea tan sólido y mediático como el de su jefe Ryan Adams, pero por un momento canciones como “Grand Island”, “Feel On hard Times”, “Hereby The Sea” o “Maybe California”, nos hacen olvidar que es un escudero de lujo. Por un momento y desde la más absoluta modestia, Neal Casal se convierte en caballero de una mesa redonda cada vez más poblada de jóvenes trobadores que deberían ponerse a la cola ante un veterano de su talla y su valía. Y así con la sensación de haber sido uno de los pocos elegidos que se ha dejado zambullir en una hora de folk tan real como la vida misma, perdura en mí la sensación del triunfo del artesano, el que hace las cosas por el simple valor de hacerlas, sin esperar demasiadas recompensas ni oropeles a cambio.
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