En una reciente entrevista, Molly Nilsson comentaba su necesidad de sentirse libre y no tener que responder ante nadie. Claustrofóbica es la palabra con la que definía al hecho de pertenecer a una escena. El pasado lunes, al subirse al escenario de la Sala Caracol y anunciar que tocaría sus canciones favoritas, alguien de entre el público gritó a modo de petición popular uno de sus temas más famosos, “Hey Moon!”. Molly simplemente respondió con una sonrisa y un gesto que parecía decir “aún no habéis entendido nada”.
Antes de esto, fue Sean Nicholas Savage quién había ocupado el escenario. Los dos artistas que se dieron cita esta noche son de carácter minoritario, lo que en casos como en el mundo del indie significa salas de conciertos pequeñas inundadas por un público en su mayoría con estética intelectualoide. En esta ocasión, todo este patrón se cumplió salvo por el tamaño de la sala, algo más grande de lo que es habitual para recoger este tipo de conciertos. Desde los primeros minutos de actuación, uno tenía la sensación de que el escenario era demasiado grande para el show que ofrece Savage, tan solo acompañado de micrófono y una pequeña mesa de mezclas desde donde salían las bases y voces. Entre su estética como resultado de una fusión entre Bryan Adams y Chris Isaak y los más que notables gestos expresivos de sentimentalismo que le caracterizan a la hora de interpretar, era inevitable acordarse del pop ochentero romántico, tal y como evidenciaron “Music” o “Maybe Chain”. “Esto es música para follar”, comentaban entre el público. Tal grado de intensidad culminó con el cantante recitando un poema propio con copa de vino blanco en mano y cerrando así una actuación de treinta minutos de duración con ciertos instantes de sobrecogimiento emocional, eclipsados por la sensación de vacío sobre el escenario.
Llegaba el turno de la cantante sueca. A medida que el telón se volvía a abrir se iba descubriendo una figura de cabello rubio platino con un elegante vestido negro y una sugerente carrera en la media de la pierna derecha. Con un acertado español, Molly se presentaba para seguidamente darle al play a su caja de mezclas y desplegar su atemporal synthpop con el que consiguió agitar al público desde los primeros compases. La imagen que uno tenía delante era única: Un caudal de un río de metal fundido se iba proyectando sobre los bordes del escenario mientras Molly se movía entre el humo y el juego de luces con seductores gestos y una voz cálida. La cantante no tardó en conseguir lo que no pudo Savage: había llenado ella sola todo el escenario.
Canciones como “The Power Of Love”, “Titanic” o “Worlds Apart” se fueron intercalando con comentarios de la cantante, en los que explicaba al público lo que para ella significaban. En otras ocasiones, se dirigía al respetable para contar recuerdos y anécdotas de otros conciertos. Poco a poco estos instantes fueron creando una empatía cantante-público íntima y acogedora.
“1995” fue la canción escogida para cerrar un concierto donde dejó patente aquello con lo que abríamos esta crónica: Molly Nilsson es una cantante única y totalmente libre. No le rinde cuentas a nadie, ni siquiera a aquella persona de entre el público que le pidió “Hey Moon!”, que, por supuesto, no sonó porque sonaron las favoritas de Molly, algo que lejos de ser un gesto de soberbia, es una seña de personalidad, ese valor añadido del artista que tan difícil nos resulta de encontrar.
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.