Hasta en veinticinco ocasiones han estado James Hetfield y compañía en España desde su primera vez en 1987. Pero eso no restaba ganas a los 16.700 asistentes que agotaron las entradas el día de su salida, hace casi un año, batiendo record de asistencia en el Palacio de los Deportes, y aún repitiendo actuación a los dos días. Y es que los angelinos no se dejaban ver por nuestra tierra desde el pasado 26 de mayo de 2012 cuando pisaron el Sonisphere Festival de Getafe, recordado por todos con nostalgia,
Vienen de arrasar en Lisboa, donde han homenajeado al recién fallecido guitarrista Zé Pedro, y su banda de rock Xutos & Pontapés (que han estado sin parar desde 1978 pero que en España pocos conocen, en esa increíble distancia cultural que seguimos manteniendo con el país vecino.)
Semanas previas a estos conciertos en Europa, la presencia de Metallica en las redes lo invadía todo: desde las profundas reseñas en nuestra vasta prensa musical especializada, de su último trabajo, Hardwired… To Self-Destruct (por primera vez, bajo sello propio, Blackened Records, 2017), o la reventa de entradas en páginas de segunda mano (hasta 400€ la entrada). Y cómo no mencionarlo: las anunciadas medidas de seguridad del evento, que prohibían hasta portar tachuelas.. Pero también, los preparativos: como el vídeo del pulido de platos de Lars Ulrich o las ampollas en los dedos de Hetfield tras los ensayos. Un Gran Hermano Metálico que vienen promoviendo desde aquél documental, Some Kind of Monster (2004).
Era la primera de las dos fechas en Madrid: 3 y 5 de febrero, y el 7 de febrero en el Palau Sant Jordi de Barcelona, pero las redes no saben cuidarse de spoilers y, en tiempo real, todo el mundo se enteraba del “tinglado” que nos traen: un escenario central en 360º, batería giratoria incluida y todo tipo de gadgets en su estructura con suelos que se abren (recordamos la reciente caída de Hetfield en Amsterdam) era el espacio sobre el que tendría lugar uno de los conciertos más atractivos de los últimos tiempos. ¿El resultado? Satisfactorio, pero tampoco era para tirar cohetes (que los tiraron), si bien, numerosos elementos innovadores, como la performance con un enjambre de 100 micro drones de la empresa Verity Studios, para el segundo single de Hardwired..., Moth Into Flame, o el constante juego programado de los 52 cubos led, que de primeras no parecían tener un gran atractivo pero que tras verlos funcionar e interaccionar con el concierto, resultaron ser el principal atractivo. Un cluster central de potentísimas searchlights complementaba un espectáculo que, dependiendo de donde estuvieras, verías cosas distintas. Una escenificación innovadora que jugaba intencionadamente con esa autocontradicción que plantea el último álbum de Metallica, Hardwired... to Self-Destruct.
Antes de Metallica estaban los noruegos Kvelertak. Su ya prolongada gira del tercer disco, Nattesferd (2014) les ha llevado a conseguir grandes cosas, como esta relación simbiótica con los gigantes del thrash. Tras intercalar su gira con la de Metallica, y pasar por otras ciudades como Sevilla, Valencia y Bilbao, Kvelertak nos ofrecía una continuidad de aquél directo que ya pudimos disfrutar en Download Festival del pasado verano de 2017. Después de girar con Slayer y Anthrax, o tras actuar en festivales como el Azkena o el Primavera Sound los nórdicos han ganado adeptos y están difundiendo sus signos de identidad, protagonizados por el símbolo del búho. A pesar de las limitaciones de sonido y luces que se aplican habitualmente a grupos teloneros, demostraron con piezas como Åpenbaring, Mjød o 1985 que son capaces como nadie de combinar géneros como el black metal, el punk o el rock and roll.
La premisa de que la tecnología nos mata era, como decía, el núcleo temático sobre el que Metallica asienta esta última etapa de revivals, homenajes, y de una puesta en escena estudiada al milímetro. Con un setlist muy parecido al de Portugal, empezaron a sonar las intros de The Ecstasy of Gold de Ennio Morricone y Hardwired. Un arranque donde todavía en la mesa de sonido habían de mejorar algunas cosas, que con Atlas, Rise! mejorarían sustancialmente.
Seek & Destroy sería el primero de los clásicos, y se tuvo que notar hasta en la calle, por la acogida del público; así como la inesperada Leper Messiah del 86, o For Whom The Bell Tolls, del 85. Un viaje regresivo en el tiempo que se vería interrumpido por un exabrupto simpático: la “batucada” de Now That We're Dead con los cuatro músicos a golpe de tambor.
Las proyecciones hiperrealistas que simulaban gente encerrada dentro de los cubos LED hicieron de Welcome Home (Sanitarium) una auténtica gozada. La sincronización del espectáculo fue, en todo momento, de matrícula, al contrario del apartado musical, donde Metallica gozó de una ejecución correcta pero sin mayor gloria. Vimos a Kirk Hammett muy centrado en hacer una sóla cosa: sus riffs. Algo en el fondo, esperable, si recordamos el aparente desinterés del músico, cuyas aportaciones en el último disco han sido escasas.
El bajista Robert Trujillo fue el más entregado al público y a la música. Se le vio tocando a pie de foso, moviéndose como un escorpión, y fue quien se aventuró a poner en marcha el “hito local” de cada concierto de esta gira. Donde en Lisboa sonó Xutos & Pontapés, aquí tendría lugar el mítico Vamos Muy Bien de Obús, que, a pesar de ser un guiño muy bien traído, por desgracia no supieron defenderlo debidamente. Con chuletas en mano de las letras, y algunos errores instrumentales, quedó más bien como una anécdota forzada. Tampoco se comprendió muy bien lo rápido que entró el frenético solo de bajo eléctrico de Anesthesia que sirve de intro a For Whom The Bell Tolls, la canción originaria de un texto de Hemingway, sigue siendo un respetuoso homenaje al siempre recordado Cliff Burton y vimos, como acostumbra, a Hetfield apuntando al cielo. El público coreaba al tiempo que asían sus banderas (tamaño A4, eso sí, por prohibición expresa). Y esta sensación se mantuvo todo el show: la de un público reclamando a los clásicos Metallica, y éstos haciendo lo que les daba la gana. La presencia de cóvers (como Die, Die My Darling de Misfits) en lugar de tocar sus propios hitos nos recordaba que la banda tiene, como ningún otro grupo, el peso de la historia musical sobre sus espaldas.
El último tramo arrancó con Spit Out The Bone, una canción que denostaron al principio de la gira, pero el público ha venido reclamando su inclusión en el setlist. Es el tema largo encargado de cerrar Hardwired... y que en directo se termina haciendo pesada. Sad But True, One, Master Of Puppets, y el bis de Nothing Else Matters y Enter Sandman conformaron el esperado “set inmortal”. En las primeras filas se generó el deseo de un snakepit donde desinhibir la rabia, pero la diversidad del público, las medidas de seguridad, y otros factores hicieron de este deseo, algo imposible.
Se dejaron fuera innumerables hits donde cada fan podría hacer su propio setlist y probablemente, nunca estaríamos todos contentos. Pero quizá extraña aún más que no sonasen piezas más actuales como Lords Of Summer, que fue, en 2014, la primera canción de Metallica en siete años, y la que abre el tercer CD de la deluxe edition de este histórico álbum.
En definitiva, un directo espectacular, con ritmo desigual y errores por parte de los músicos, pero con un estudio y preparación de varios meses, y no exento de riesgos añadidos como el usar pantallas móviles o lanzallamas rodeando la batería (pobre Lars, el fuego se sentía desde las gradas), por parte de unos Metallica que siempre entendieron la importancia de la imagen y ahora la llevan a la enésima potencia. Esto es algo que ya demostraron grabando un vídeo musical para cada uno de los doce temas de su último disco. Un fin de show glorioso y divertido, donde regalaron cientos de púas; con Ulrich escupiendo agua a la boca de los fans más enfermizos (tradición de la casa) y por último, un intento de atraer a las nuevas generaciones. Hetfield subió de entre el público a Atila, un niño de siete años, para dar un mensaje: debemos mantener a toda costa el legado del injustamente denostado heavy metal. Sí, James, aunque sea a precios desorbitados y sin su principal signo de identidad: las prohibidas tachuelas.
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