Las élites del rock
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Las élites del rock

7 / 10
Reuben Weedianaut — 06-07-2022
Empresa — Live Nation España S.A.U.
Fecha — 03 julio, 2022
Sala — Estadio San Mamés / Bilbao
Fotografía — Unai Endemaño

Con la sombra de la cancelación por positivo en COVID de “un miembro de la familia Metallica” sobrevolando San Mamés desde que se cayeran del cartel del Frauenfland Rock el miércoles de esa misma semana, la excitación el domingo en Bilbao por la cita con el más grande de los Big Four era palpable desde el Casco Viejo hasta el estadio del Athletic Club. Tenemos que remontarnos hasta 2007 para recordar la última visita al Botxo de los californianos, en aquel histórico BBK Live en el que las hordas metaleras tomaron las campas de Kobetamendi en números que todavía no han podido igualarse. No sabría si afirmar que “Euskal Herria es heavy”, pero sí que es cierto que, al igual que con Eskorbuto o RIP y el punk, gracias a grupos como Anestesia o Su Ta Gar, tenemos una especial querencia por los sonidos más pesados desde la década de los 80.

El estatus que ha alcanzado el cuarteto en estos 40 años de carrera es más comparable al de una empresa del IBEX 35 que al de cualquier otra banda, me atrevería a decir, en la Historia. Al menos en la Historia del Metal, aunque cuando Live Nation anunciaba el evento, lo hacía bajo la denominación Bilbao Bizkaia Rock Day, dando al traste con las esperanzas de ver una nueva versión del extinto Kobetasonik por parte de la promotora con sede en USA. Su delegación en España celebraba así su segundo macroevento en La Catedral en menos de un mes, con la diferencia de que, a pesar del enorme tirón de Fito en su localidad natal, tratar con un mastodonte de esta talla no es comparable a hacerlo con un tipo de barrio como Cabrales.

Con una media hora de retraso sobre lo previsto, se abrían las puertas al Día del Rock de Bilbao Bizkaia, aunque si no llega a ser por la sustitución de última hora de The Regrettes (de vuelta a Los Ángeles por múltiples positivos en gira), no hubiéramos tenido representación euskaldun en un día tan señalado.

El caramelo que supone abrir para semejantes nombres recaería en Niña Coyote eta Chico Tornado, y desde el primer momento quedó claro que el dúo donostiarra no iba a desaprovechar la oportunidad. Su habitual vestimenta rosa era sustituida para la ocasión por el riguroso negro que cambió el metal para siempre en 1991, y una enorme bandera colgaba reivindicando su nombre hasta la grada opuesta; ante una madrugadora audiencia de unas 500-600 personas, la mitad de ellas entre las zonas Golden Ring y VIP.

Desde la inicial “Eguzkiari Itxoiten” (que también abre su última referencia, un disco doble con una doble versión rock/cumbia del grupo), es patente la complicidad que dan diez años de carretera, y la sonrisa de Uxua no nos abandonará hasta la última nota.

Con el sonido habitual de estas plazas (hueco y pasado de graves), el inusual setup de Koldo, con cuatro pantallas de guitarra que manejan otras tantas líneas, sufre para brillar sobre todo en los temas instrumentales. Lo normal en este tipo de formaciones suele ser la mitad, pero cualquiera que haya visto a la pareja sobre las tablas sabe cómo las gastan. Van de menos a más según se suceden los temas (al fin y al cabo, no dejan de ser solamente dos fieras las que domar), y la sonrisa ya son carcajadas. Mientras, su road manager/fotógrafo solventa problemas técnicos a pie de batería como el tercer miembro que es, sin que deje de sonar en ningún momento ese personal estilo de desert rock apunkarrado.

Alzan las crestas para versionar “I Wanna Be Your Dog” y ganarse al personal como si fueran los hermanos Asheton reencarnados. Van terminando tan arriba que Koldo toca subido al bombo mientras Uxua aúlla, y sorprende que se les haya permitido alargarse hasta los tres cuartos de hora, pero no es para menos dado que han cumplido con creces la misión encomendada. Reverencia al público, y foto protocolaria con el rojo y blanco a las espaldas. ¡Buen trabajo!

La lentitud a la hora de llevar a cabo el cambio de backline no hacía presagiar lo que vendría después. Mientras en la cabina de prensa todavía comentábamos la actuación anterior y nuestras expectativas para la jornada, nos fuimos dando cuenta paulatinamente de lo que anunciaban las gigantescas pantallas verticales dispuestas para la realización en vídeo. Pensando que se trataba de un anuncio corporativo tipo, no le prestamos atención hasta que la primera persona reparó en lo que en ellas se podía leer y se fue transmitiendo mientras señalábamos el mensaje: había un cambio de horarios motivado por la imposibilidad de Weezer de llegar a la cita y su consiguiente cancelación. Tragedia. Algunas caras eran un poema, y quienes vestían camisetas con la uve doble de inspiración Van Halen vagaban sin un rumbo claro. Un mail había alertado a los compradores de entradas del suceso y de la posibilidad de recuperar su importe hasta las 22:00, y seguramente más de uno optó por esa opción, dado que se vieron muchos asientos vacíos durante el grupo principal para un show que estaba sold-out.

Una pesadilla logística había impedido que llegaran a tiempo a su cita (incluso había un dispositivo de escolta policial preparado en Loiu para exprimir hasta el último segundo posible) y quizá, si hubieran viajado con su crew el día anterior y no hubiesen jugado la carta del avión privado, estaríamos hablando de su concierto y no de la decepción de miles de personas.

Nothing But Thieves resultaba un nombre irónico tras lo sucedido, y desde luego era el menos conocido aquella tarde. La asistencia apenas había aumentado respecto al bolo anterior, pero tomaban con decisión el escenario a la nueva hora prevista.

“Futureproof” empieza a sonar y su post-grunge empieza a captar la atención de las presentes, recordando a Stone Temple Pilots o a aquellos LIVE que tuvieron un momento de fama efímera con el cambio de siglo antes de que el nu metal tomara el mundo. Su cantante, con pantalones anchos acordes al género que encumbraron Korn y camiseta de Depeche Mode, me recuerda al Andrew Wood de Mother Love Bone, con un chorro de voz que todavía se intuía tímido tras una cara que traslucía una cierta tensión.

Los coros de sus guitarristas (tan bien peinados y elegantes que parecen de otro grupo) y los sintetizadores que aporta uno de ellos acercan su propuesta a Imagine Dragons o cualquier banda portada de Spin Magazine. “It’s everybody going crazy?” pone funk en la pista como hiciera Cornell en su disco en solitario, pero el falsete de Conor todavía se siente forzado. Se les escapa todo el indie que acumulan y una solitaria fan baila emocionada en la grada. “And it feels so good”.

“I Was Just a Kid” pone todo su arsenal sobre la mesa, como unos Buckcherry con el nervio del batería de IDLES, pero con la cara de niño bueno de su cantante sustituyendo el hooliganismo de Talbot. Los solos suenan a glam rock, y Mason ya ha calentado sus cuerdas vocales para sonar como Disturbed + The Darkness. Llega la épica indie con “Real Love Song”, Kings of Leon o The Killers no estarían lejos de ese sonido, que consiguen mejorar por momentos a pesar de ser bastante desastroso dependiendo de tu situación en el estadio.

Dan las gracias a la gente por quedarse a verlos y no haberse ido corriendo al bar, y siguen con la lenta “If I Get High”, con ese acento british de Bono o Bellamy, y Conor con cara de un sadboy a punto de llorar, con un derroche vocal que alcanza hasta la última butaca.

“Trip Switch” parece un medio tiempo salido de la garganta de Brandon Boyd, y “Sorry” pone el club con actitud, con esos coros y sintes horterillas que parecen una suerte de synth glam. Un interludio y atacan con “Forever And Ever More”, entre Muse y 30 Seconds to Mars, terminando con una batería un tanto mecánica que enlaza con monotonía con “Phobia”, pero su puente QOTSA y el baterista transformado en Dave Grohl reviven el tema para llegar al cierre por todo lo alto.

“Amsterdam” es su HIT y vaya si lo demuestran. Empieza como unos Franz Ferdinand o Maxïmo Park para desbocarse con la pegada marcial a los parches y esos juegos vocales de un estribillo que sólo parece querer pisar el acelerador. “Over and over and over again! And again, and again!”. Sin lugar a dudas la sorpresa de la tarde, para volver a repetir en cualquier ocasión.

La nueva situación nos hace pensar en un set más extenso por parte de The Hellacopters, ya que si se cumplen los horarios, nos dejarían con un hueco de casi hora y media hasta los cabezas de cartel, sin posibilidad de salir del recinto como se nos informó a la entrada.

Entran barriendo con “Hopeless Case of a Kid in Denial” y Dregen parece haber vuelto a nacer con la energía que derrocha, a pesar de llevar una férula que hace de su pierna izquierda la de un RoboCop. Gibson de caja grande colgando bien baja, con calaveras y runas grabadas en la madera como un pupitre a navaja, como los primeros Rancid arengando a un público ansioso por su dosis de estrellas de rock.

“Grande Rock” es el álbum que nos deja “Alright Already Now” y suenan como The Clash suecos. “Carry Me Home” porque nunca salió de Suecia nada malo musicalmente, sin pausa y muy en forma, tanto Nicke como un Dregen que aporta unos coros impecables además de su pericia y presencia. Actitud para suplir un sonido falto de medios y agudos con los que disfrutar de ese cruce de mástiles tan Thin Lizzy o ZZ Top que resulta en su propio “Sweet Home Sweden”. Respeto por la tradición. Dan las gracias en los tres idiomas posibles y “Reap a Hurricane” entra tan embarullada como un tornado, removiendo las arenas del desierto de los Eagles o Jefferson Airplane.

“Born Broke” es AC/DC con Andersson y Svensson en el papel de los hermanos Young, un camión cuyo motor se llama Malcom. La importancia de la guitarra rítmica. “Eyes of Oblivion” parece irlandesueca en su concepción, pero con un Phil Lynott albino en vez de mulato y unas armonías vocales que no se pierden en el olvido. “Like No Other Man” tiene raíces blues (como toda la música moderna, en verdad) y una guerra de solos de guitarra que te traslada al garage de la banda. “Hell bound, gimme one more round”.

Bajamos las revoluciones con “Down on Freestreet” pero para ”Soulseller” ya son un tiro en la cara, desbocados con molinillos a lo Pete Townshend y un Hammond retro (que no fuera de tiempo) para vendernos su alma en forma de canción. Esto es lo que hacemos. Esto es lo que somos. “So Sorry I Could Die” es bayou, es la Creedence, es una balada crooner escrita por Guns’N Roses con un Slash punketa. “I'm sorry, but I won't apologize”. El monday special se sirve con “Toys and Flavors” y sus contagiosos heyheyheys, con un puente tocado de rodillas con los ojos al cielo. “Don’t be late now”. Un bajón de potencia en el sonido y la lluvia intermitente deslucen el trallazo de “The Devil Stole the Beat From the Lord”, pero la combinación Gibson y Orange mantiene la gabarra a flote. “It's time to set things straight”. El cencerro (more cowbell!) se convierte en hell’s bells y el teclista también aporta maracas como una Patti Smith de peyote.

Llegamos a la recta final con un “Try Me Tonight” sobreacelerado y comprobamos con estupor como “By the Grace of God” apenas concita movimiento en una pista repleta hasta que llegan a los “Hey!” de karaoke reglamentario, supongo que debido a las carencias en sonido una vez más. “You're doing your job the best you can”, cantan en “I’m in the Band” como Grand Funk Railroad en su himno. “(Gotta Get Some Action) Now!” para cerrar con toda la rabia del sleazy y el caos de The Jimi Hendrix Experience. Pasemos a la acción.

Los presagios se cumplen, y el encierro ya es real. Limitada a su zona, la gente poco más puede hacer que beber y mear (la música de continuidad apenas se oye entre deficiencias y el runrún de 45.000 almas), y según lo desembolsado por la entrada, las condiciones para hacerlo eran muy distintas. Portaloos en pista y baños y barras atestados, mientras palcos y anillos preferentes gozaban de baños sin colas y más camareros que clientes. Tanto pagas, tanto cagas. Pero Metallica son demasiado importantes como para adelantar su hora de salida (necesitan de la ausencia de luz solar para que su espectáculo luzca como debe) y a nadie se le ocurre (o tampoco se lo hubieran permitido, vaya usted a saber, porque la organización poco puede hacer ante un gigante de esta talla) sacar a Don Cóndor eta Ñora Alacrán a tocar su estupendo disco de cumbia para entretener a la plebe.

Diez minutos tarde y tras unos cuantos pitidos y abucheos, suena (íntegro) el protocolario “It's a Long Way to the Top (If You Wanna Rock 'N' Roll)” para dar paso a través del impresionante montaje audiovisual a las imágenes de “The Good, The Bad, and The Ugly” (horizontales en pantallas verticales) y el no menos icónico “Ecstasy of Gold” de Ennio Morricone con todos los focos puestos en la audiencia. Bufandas al aire en forma de cuernos y el cuarteto hace por fin aparición en escena.

Corren a situarse al frente del todo bajando las pasarelas que circundan el privilegiado Golden Ring, y se concentran en unos cinco metros cuadrados para soltar el primer latigazo. “Whiplash” fue la primera canción de su debut y la primera en una noche que muchas no olvidarán. Lo primero que sorprende es un sonido horrendo (total ausencia de bajo y un solo bombo audible, el secundario para más inri), como sorprende también ver a Ulrich llevar el tempo thrasher de un tema que escribieron hace cuatro décadas. Los años no pasan en balde y el esfuerzo es encomiable.

Sin respiro cargan con todo y cae “Creeping Death”, lololos para acompañar el riff y el primer solo de un Hammet que demostró ser un pulmón durante dos horas de show, sin parar de subir y bajar las rampas para situar su mástil en preferencia según los compases. Esta es la banda que instauró Bay Area en el panorama metal mundial por encima de la trinidad alemana.

“Enter Sandman” completa el tridente para los fotógrafos, y con la primera nota casi pueden oirse más las gargantas que los instrumentos. Esta es la banda que cambió el panorama mundial del metal. La realización agranda todavía más una canción que fue, y sigue siendo, tan grande como para trascender géneros y generaciones, algo evidente en la diversidad del respetable, hasta tres generaciones juntas disfrutando en familia. La Metallica Family. Hetfield pregunta si hay algún miembro de ella presente y San Mamés brama. “¿Qué canción queréis escuchar? Haced una lista entre vosotros”, y todavía albergábamos esperanzas de escuchar a Su Ta Gar como escucharon el “Vamos Muy Bien” en el WiZink en 2018. El suelo se abre y se traga la batería unibombo mientras se posicionan en el escenario propiamente dicho.

“Harvester of Sorrow” supone una leve pausa para pararse a contemplar la magnificencia de las pantallas y el juego de luces. En formato stories de Instagram, flanqueando al grupo y agigantando sus figuras cuando situaban la interpretación bajo ellas, y múltiples cuadradas de distinto tamaño a modo de telón.

“Wherever I May Roam” empieza como doom tradicional a lo Pentagram y los monitores muestran los primeros “filtros de IG” implementados por la mesa de vídeo. Los músicos destellan rayos de luz en cada plano, y la guitarra ouija de brillantina de Kirk parece un artefacto de otros mundos. “Anywhere I may roam, where I lay my head is home”. Y así es, porque es imposible no sentirse en casa con la recepción que se les da en cualquier parte del mundo, y Bilbao no iba a ser menos, ¡la hostia!

En un setlist que sirve más de repaso a una carrera que aquellos de tres horas de antaño (no están para mucho trote a su edad y Lars a ratos parece un ciclista subiendo el Tourmalet), anuncian el “S&M” con su logo por los monitores, y cae “No Leaf Clover”, un tanto desangelada sin una orquesta detrás acompañándola, pero remontan para ponerse en cabeza con “Sad But True”. Los golpes de batería caen como los martillos en rojo y azul que vemos de fondo junto a rostros con los ojos vendados. “I'm your dream, make you real”. El tema termina con la guitarra de James apoyada en el suelo, mástil mirando al cielo y él jugando con la clavija para terminarlo en drone y entre lágrimas.

En ese repasar, es posible que “Dirty Window” hubiera sobrado, pero “St. Anger” también tiene sus fieles y con fotogramas que se caían a pedazos en los visuales antecede a una “Nothing Else Matters” incontestable. Se acuerdan de papás y mamás que han traído a su descendencia para presenciar su primer concierto, y presenta a su “amigo Kirk”, que con un único foco de luz blanca cenital pone todas las pieles de gallina. El estadio es un oceano de móviles (los realizadores ya cuentan con ellos en estos tiempos) que desemboca en el tañir de “For Whom the Bell Tolls”, con Ulrich sufriendo a catalina grande/piñón pequeño para mantener los golpes de caja a claqueta. Trujillo muestra sus galones old-school herencia del crossover de Suicidal Tendencies (aunque sigo sin escucharlo, al igual que su castellano) y cangrejea como si tocara metalcore por un momento, de rodillas y tirándose por el suelo entre risas y complicidad con un Hammet que se marca un solo de innecesario ruido.

Los neones de Las Vegas (what happens in Vegas, stays in Vegas) sirven de marco para “Moth Into Flame”, lo más reciente en su repertorio, extraído del “Hardwired... to Self-Destruct” de 2016 y por lo tanto, un poco lejos del resto de clásicos. En “compensación”, nos ofrecen una línea de fuego en retaguardia que hace las delicias de jóvenes y no tan jóvenes, con juegos de llamaradas a tempo con la música y la guitarra de Kirk luciendo una espectacular aerografía de Boris Karloff como La Momia, y nos acordamos de "Stranger Things" y esa necesidad de permanecer relevantes intergeneracionalmente.

Un brazo atrapado en el tanque de privación sensorial de las pantallas recuerda a Once en su particular “Sanitarium”, y calmamos las pulsaciones antes de que llegue la destrucción total con “Seek & Destroy”. “Kill ‘em all!!”. Una sucesión de flyers, póster y entradas de conciertos de antaño nos alumbran, añejos, como aquel junto a Venom, o nostálgicos, como el ticket del BBK anteriormente mencionado. Detallazo de una banda que ha tocado en los rincones más remotos del planeta. “You made it nice, Bilbao”, se despide Hetfield sin engañar a nadie al cumplir con la rutina de los bises. “¡Viva el metal!”, grita Lars antes de desaparecer.

Lo que sigue no se lo esperaba nadie. Primero, “Metal Militia” nos devuelve la fe en el género del cuero y las tachuelas, aunque el speed metal del que origina (para mi siempre fueron Motörhead + Misfits + San Francisco) se adapta mejor instrumentalmente que a la voz de James, incapaz de llegar al falsete por motivos obvios. Hammet sigue manteniendo la forma física y tras las imagenes en blanco y negro de Johnny Cogió Su Fusil (“if I had arms, I’d kill myself”), nos emebelesa con “One”, una canción tan grande como ver morir el Sol, con su narrativa a lo Henmingway en línea con los temas más conceptuales de Led Zeppelin. Una gozada.

Pocas esperaban despertar del sueño con “Master of Puppets” (normalmente situada antes del canto del cisne en el setlist), pero menos aún esperábamos que, en medio de la locura colectiva del tema que da nombre a su consensuado mejor disco, y llegado el épico tercio final con su solo y toda la pirotecnia en el asador, la PA se quedase completamente muda ante unos músicos que no se dieron cuenta hasta que los pitidos y abucheos fueron tan sonoros, que los escuchaban por encima de sus monitores y amplis.

Retomaron la canción donde la habían dejado antes del monumental fallo técnico para irse dejando buen regusto final, pero también hay quien insinuaba que un tema extra de compensación hubiera sido lo suyo. Reparto de púas por kilos entre quien se puede permitir estar al alcance de tan poco aerodinámico objeto, un “Gora Euskadi!” chapurreado por Trujillo, y corriendo al metro para evitar el atasco generalizado en vías y carreteras. Ni más, ni menos. Un concierto de estadio. Con todo lo bueno y lo malo que conlleva. Hay clases para todo.

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