Manta Ray formaron parte indispensable de aquellas bandas que en los noventa ayudaron a definir la por entonces incipiente escena indie patria, incluidos a su vez en lo que dio en llamarse Xixón Sound. Si bien, en el caso de los asturianos el indie-rock fue solo uno de los múltiples y variados puntos de toque que usarían en beneficio propio, apuntalando una ecuación completada por dosis más o menos generosas de post-rock, free jazz, krautrock o noise. El resultado de tan atrevida mixtura fue un combo único en su especie, que dejó como legado un catálogo excepcional. Por calidad y profundidad de incisión, pero también por exclusividad de formas y maneras.
Disueltos en 2008, el cuarteto formado por José Luis García, Nacho Álvarez, Frank Rudow y Xabel Vegas volvió a la vida por última vez en Gijón con motivo del quince aniversario del no menos legendario Bar La Plaza (regentado por el propio bajista Nacho Álvarez), dejando a su paso una actuación apabullante que nadie que estuviera presente habrá osado olvidar. Seis años después y con idéntico catalizador, la formación retornaba por otra noche, de nuevo al amparo de una abarrotada Sala Teatro Albéniz. E, igual que sucediese entonces, la muestra entreverada de poder, emoción, talento pluscuamperfecto, músculo e intensidad eléctrica, volvió a resultar intimidante y sita al alcance de muy pocos. El hermético universo propiedad de los gijonenses parece, efectivamente, inimitable, y sólo sus seguidores parecen acreditados cuando se trata de comulgar con tal despliegue de escenas sonoras sin paragón.
Al contacto con las emociones realistas del directo, la música de Manta Ray continúa tornándose una apisonadora ejecutiva de recovecos imposibles, tan catártica como detallista, con inagotables cambios de ritmo y polaridades remarcadas. Todo flanqueado por un tipo específico de malditismo magnético, el mismo que el proyecto lució en todo momento en torno a sus propias (e incorruptibles) credenciales. Un espectáculo trabajado con obsesión y extenuación que, en cualquier caso y dada la inactividad conjunta de los cuatro protagonistas, puede permitirse reservar cierto espacio para la experimentación (o improvisación) sobre las tablas, sin que haya perjudicados ni el nervio resulte afectado. Una tormenta que crujió al ritmo, de nuevo latente, marcado por piezas escalofriantes del tipo de “Take A Look”, “Rosa Parks”, “Sad Eyed Devil”, “Mi Dios Mentira”, “Ébola”, “Estratexa” o una apoteosis llamada “Qué Niño Soy”.
Década y media después de su separación, los miembros de Manta Ray no parecen interesados en resucitar a esa criatura de personalidad arrasadora y consecuencias inquietantes, enfrascados como están en andaduras diferentes y mientras otean, desde ese plano oscuro que siempre gustaron de ocupar, su estatus de grupo de culto. En su día fueron los mejores sobre un escenario, y sucede que, tal y como demostraron la pasada noche en Gijón durante apenas noventa minutos (de nuevo) para el recuerdo, parece que seguirán siéndolo cada vez que decidan unirse al amparo del directo.
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